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Feísmo

Hay que acabar con el feísmo, hay que acabar con el feísmo. Estoy harto de escuchar esa frase. Poco a poco, nos fueron convenciendo de que nuestro acento es ridículo; nuestro clima, malo; nuestras casas, feas. A ver, paletos: ¿hay algo más hermoso que una capilla románica del S. XII a la que el párroco adosa una construcción de bloques de cemento para ampliar la sacristía? Bien, puede que sí exista algo más hermoso, ahora que lo pienso. Quizá no elegí el mejor ejemplo.

Pero aquí lo que importa es el fondo de la cuestión. El propio nombre que se le ha puesto al asunto indica que quienes lo bautizaron así lo hacían de manera malintencionada. ¿Qué es eso de feísmo? ¿Quién decide lo que es feo? Si lo decidiera yo, por ejemplo, diría que feas son las casas de Gaudí, y no voy por ahí riéndome de los catalanes. Al contrario. A lo suyo le llamamos modernismo porque los catalanes merecen un respeto y los gallegos no, al parecer. Si nosotros aprovechamos un somier viejo y cuatro uralitas para hacer un gallinero somos unos desgraciados, pero Gaudí monta un parque con azulejos rotos y le llaman genio. Pruebe usted a decirle a un catalán que el parque Güell es una horterada de dimensiones bíblicas. Gaudí arrasaría hoy en el municipio de A Lama haciendo casas horteras para millonarios. Pero claro, los japoneses van a hacerse fotos a Barcelona porque los gallegos somos feístas y los catalanes modernistas. También porque nosotros somos muy de renegar de lo mejor que tenemos, cosa que no saben hacer los catalanes.

El feísmo es la esencia del espíritu gallego, de su carácter práctico, ingenioso y sencillo. Es una seña de identidad. El feísmo es la retranca arquitectónica. Tendría que enorgullecernos. Tendría que ser estudiado, divulgado, premiado, promocionado, reconocido, catalogado, protegido, conservado y subvencionado. En lugar de eso, es motivo de escarnio. Y lo que es peor, nosotros mismos acabamos avergonzándonos, o la mayoría de nosotros. No me incluyo, claro queda. A mí, esas casas con el ladrillo a la vista, esos hórreos de los que salen alambres para tender ropa, esas botas de agua que hacen de macetas, esos sillones viejos que convierten en salones las marquesinas de las paradas de autobús, me parecen lo más hermoso del mundo. Eso a lo que llaman feísmo es inteligencia, practicismo, honestidad y, mejor que todo eso, una sana carencia de complejos irracionales.

Hace unos meses vi a un señor por la calle con un paraguas a la espalda, colgado del cuello de la chaqueta. Llevaba años sin ver a ninguno. Anteriormente era una escena más o menos habitual. Los señalábamos y nos reíamos de ellos, hasta que conseguimos convencerlos de que algo estaban haciendo mal y dejaron de hacerlo. Pues si alguien conoce una manera más inteligente de llevar un paraguas mientras no llueve, que lo diga. El paraguas a la espalda te deja las manos libres, no estorba ni ocupa espacio y nadie te lo roba cuando entras en una tienda, pues no necesitas paragüero. Cualquiera con dos dedos de frente lo llevaría así, pero ya nadie lo hace porque a los señoritos de ciudad nos parecía poco elegante. Feísmo. Ahora hacemos lo mismo con las casas. Cogemos a una pareja que se ha pasado la vida en Suiza, ahorrando; que vuelven a su aldea, cogen la casa de piedra que heredaron del abuelo y le echan una planta de ladrillo por encima, e inmediatamente aparece alguien por ahí a reírse de ellos, a poner el grito en el cielo, a decirles que su casa es fea y a subir fotos para compartir la gracia. Pues no. Una casa es tan bonita o tan fea como le parezca a su propietario. Incluso si al propietario le parece fea, si usted le pregunta por qué la ha hecho así, le dirá que porque es su casa y porque así le resulta más cómoda o más barata.

Aceptar ese concepto de feísmo, ése que en lugar de reconocer el ingenio práctico lo desprecia, es una manera como cualquier otra de negar el espíritu del pueblo gallego. Conozco a gobernantes que luchan como fieras contra el feísmo mientras tienen el patrimonio arqueológico hecho un asco. Que se sonrojan cuando ven una casa que no les gusta, que persiguen a la señora que construye un refugio de chapa para sus gallinas, mientras por todo el país se destrozan mámoas o petroglifos y se caen a pedazos puentes romanos o castillos medievales.

Un día vendrá cualquiera a meterse con las carreras de carrilanas y acabaremos con ellas. Nos convencerán de que es una costumbre pueblerina, cutre, cómica; escribirán en Madrid cuatro reportajes riéndose de las carrilanas, podrán tres imágenes en la tele y conseguirán que desde aquí se oigan voces de gente muy autorizada, conteniendo el bochorno y pidiendo perdón. Y acabaremos prohibiéndolas, como acabamos con los paraguas a la espalda y como queremos acabar con el feísmo. Sucedió en su día con las policromías de los cruceiros. Alguien decidió que eran feas y nos lo creímos. Hoy han desaparecido todas salvo una o dos y ni nos imaginamos que algún día nuestros cruceiros estaban pintados y eran de colores.

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