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Comida de hospital

"Todo con una pinta estupenda, hay que decirlo. Ahí entra Chicote y se va sin programa"

Rodrigo Cota en la cocina del Hospital Montecelo. GONZALO GARCÍA
photo_camera Rodrigo Cota en la cocina del Hospital Montecelo. GONZALO GARCÍA

En una ocasión mi corazón celebró un infarto y desde la UCI del Hospital de Montecelo me dio por escribir una página quejándome de la comida, no porque fuera mala, sino por todo lo contrario: era demasiado buena. Muchas verduras, legumbres, frutas, algo de carnes y pescados sin grasas ni sal; sopitas, yogures, agua, leche y cosas así. Llevaba yo allí dos días y colé de contrabando un portátil para poder trabajar, que yo jamás falto a la cita con un lector, y mucho menos mientras estoy muriendo. El caso es que tengo aversión a los productos de la huerta, lo que causa desconcierto en mi familia, porque mi señora y nuestra hija son veganas, que es como llamamos ahora a los herbívoros de antaño. Tenemos esa manía de ponerle nombre a todo aquello que ya lo tiene. Pues ellas llevan años alimentándose de vegetales. Ni siquiera comen miel, pues los veganos defienden que la miel pertenece a quien la trabaja, que son las abejas.

Regresando al tema, recordé esta semana mi infarto con añoranza y llamé a Montecelo para que me dejaran hacerles una visita, pues todo aquello que comí entonces es lo que tengo que comer ahora cada día de mi vida. Como necesito refuerzos y ánimo, los ambientes sanos me ayudan a algo, no sé si a mentalizarme para perseverar en mis hábitos saludables o a rendirme como el cobarde orgulloso que soy.

Allí me recibieron Raúl Sergas, jefe de comunicación, Loida Río, coordinadora de cocina y Cristina Pérez Gil, supervisora de dietética y nutrición. Raúl Sergas, ahora que lo pienso, no creo que se apellide Sergas. Sería mucha casualidad. Yo lo tengo así en mi agenda, o sea que para mí es Raúl Sergas. Supongo que para él, en justa correspondencia, yo seré algo así como Cota Tocino, o peor.

Una vez allí me pusieron un disfraz absurdo que realzaba mi obesidad androide. También se lo pusieron a Gonzalo, el fotógrafo, pero a él le sentaba insultantemente bien. Nos enseñaron las cámaras donde guardan el producto, siempre fresco o congelado, con aspecto apetitoso. Luego una cámara donde se procesa el alimento y unas cocinas en las que trabajan 60 personas que visten como neurocirujanos. Es increíble lo que hacen ahí y cómo lo hacen.

Las dos mujeres que comandan el servicio me calan al instante, pues vuelven enseguida con una etiqueta con la dieta que me recomiendan para ese día, que no difiere de la que me recomendó Lucía, la dueña de la báscula Tanita: una menestra de verduras, albóndigas con arroz, pan, agua y una pieza de fruta. En el encabezado de la etiqueta pone en letrasgrandes: OBESIDAD.

Así que entramos en la cocina para ver cómo preparaban mi comida y la de 350 personas más. Cada una tiene menú individualizado. Los pacientes que no tienen una dieta especial, como aquellos que no pueden ingerir alimentos sólidos o los obesos, pueden elegir entre tres primeros y tres segundos platos. Entre los segundos, además de las albóndigas, podían optar ese día entre unos fideos con almejas, creo recordar, y un pescado al horno. Cada uno de esos platos se hace con sal y sinsal, según cada paciente pueda o no consumirla y tiene su propia guarnición.

Todo con una pinta estupenda, hay que decirlo. Ahí entra Chicote y se va sin programa. Todo se hace con una limpieza y un orden que a mí me pareció incluso exagerado, si en estos asuntos cabe la exageración, que no lo creo. El proceso de emplatado es digno de ver. Por una cinta van pasando las bandejas, cada una con el nombre del paciente y el menú, y los trabajadores, en absoluto silencio, cada uno de ellos encargado de primeros, segundos y postres, con sal o sin ella, van poniendo en cada bandeja lo que van leyendo en la etiqueta. Difícil ver dos bandejas iguales. Trabajan absolutamente concentrados y con una precisión asombrosa. Una experiencia increíble.

Me ponen en un rincón mi comida contra la OBESIDAD y juro por la vida de mis hijos que es digna del mismísimo Jehová. La menestra, con lo mal que me llevo yo con los vegetales, exquisita; las albóndigas y el arroz lo mismo. No tienen carne de cerdo, sólo ternera, y no se fríen. Todo al horno. Deberían comprar unas motos y hacer comida para llevar. Me voy de ahí sinceramente agradecido.

Por lo demás, me muevo ya por debajo de los 119 kilos por primera vez desde que mamá me destetó. 118 y algo, según el día. Eso es alentador. Con la novedad, aparte de eso, de que el pasado miércoles no me entrenó Ventín, sino su socio Anxo, que por lo que pude apreciar tiene métodos diferentes pero igual de inhumanos. Esta gente disfruta haciendo sufrir al prójimo. Conseguirán que adelgacemos, sí, pero arderán en el infierno a causa de su extrema crueldad. No sé, pero no creo que Dios vea con buenos ojos a esta gente que disfruta provocando agujetas y que sonríe mientras tu musculatura echa humo mientras va ganando espacio a la grasa.

La próxima semana puede ser clave. Un viaje pondrá a prueba mi determinación. ¿Lograré mantenerme firme? Lo dudo.

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