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El maestro del agua

RUSSELL CROWE es un pétreo granjero australiano que, tras quedar viudo, decide ir a Turquía y darle a sus tres hijos, muertos en la Batalla de Galípoli, cristiana sepultura. En su recorrido, deberá enfrentarse a las autoridades británicas -que no quieren remover el asunto para no abrir viejas heridas-, a las reticencias turcas -que lo ven como un enemigo- y a todo cuanto escollo se le ponga en el camino, griegos incluidos. Pero por allí pasa Olga Kurylenko, encargada del hotel en el que se aloja el invasor, y no se sabe bien si por los posos del café o porque Crowe es también el jefe de todo esto, el caso es que el romance fluye, iluminado por las velas del establecimiento y fotografiado con mimo exquisito.

‘El maestro del agua’ pretende ser una película que aplaude la reconciliación entre dos pueblos enfrentados por una guerra que ni les va ni les viene, sobre todo a los australianos. Mientras, los otomanos están en retirada de su antiguo imperio y pelean por una independencia de los británicos. Todo esto ocurre en el decorado de un drama histórico con romance improbable, en el que Crowe ejerce de héroe íntegro y obstinado, de gran corazón y atractivo hasta tomando un café, desde su propia mirada de director.

Escueta en las escenas bélicas, ramplona en los momentos de acción y ridícula en historia de amor entre los dos protagonistas, ‘El maestro del agua’ tiene letra y música rancia, y ni apelando a su condición de prima hermana de los hechos históricos, ni mucho menos a la multipresencia de Crowe en todas las escenas, se consigue salvar un producto hecho con tanta pereza.

Russell Crowe, además de una estrella de Hollywood, ya es director. Ahora le falta aprender a ser un humilde espectador.

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