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Los 150 euros de García Márquez

"Al abrirlo, en la primera página, descubrí 150 euros. ¡Hostia, menuda casualidad! "¿Esto es tuyo?, pregunté a Marta, mostrando el dinero dentro de la novela, como si fuese un cadáver de pájaro"

Gabriel García Márquez. EP
photo_camera Gabriel García Márquez. EP

LAS COSAS ocurren de una manera, y a partir de ahí, quizá las siguientes ya solo pueden suceder de un único modo. A veces, ese modo nos parece tan especial que decimos con admiración: "Menuda casualidad". Pero ese algo particular y asombroso, no ocurrirá si antes no pasaron muchas otras cosas, siguiendo un preciso e inalterable orden. Hace unas semanas, por un azar anterior, recibí Un día en la vida de un editor, de Jorge Herralde, donde leí que durante algunos años Carmen Balcells decidió que ciertos libros de sus autores pudiesen publicarse en varias editoriales a la vez. Eso le dio la oportunidad a Herralde de incorporar a su catálogo El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, en su opinión la novela que mejor representaba al escritor, y, personalmente, su preferida.

Transcurrieron dos semanas y el sábado me detuve a leer un reportaje de Xavi Ayén titulado Gabriel García Márquez, el Nobel de Barcelona. Las cosas ocurrieron simplemente de esa manera, así que al día siguiente, continuaron sucediendo de la única forma posible, cuando me detuve en mitad del salón para convencer a mi hija de que saliese de debajo de la mesa y cenar. Mientras Helena se gustaba diciendo "no", yo me entretuve consultando la estantería de libros que había a mi izquierda, donde se encontraban las obras de García Márquez. Menuda causalidad, ¿verdad? A veces miro los títulos de los libros por mirar, sin ver, como cuando consultas el reloj y no te fijas en la hora, solo ejerces el movimiento. Esta vez fue diferente. Vi. En mi cabeza, de sus profundidades, brotó la idea —tal vez la única idea posible— de tomar El coronel no tiene quien le escriba y ojearlo, y no otra novela. Pude, además, elegir la edición de Mondadori, pero me incliné por la de Anagrama, seguramente porque semanas atrás había leído el libro de Jorge Herralde.

Al abrirlo, en la primera página, descubrí 150 euros. ¡Hostia, menuda causalidad! "¿Esto es tuyo?", pregunté a Marta, mostrando el dinero dentro de la novela, como si fuese un cadáver de pájaro. Distinguí cómo se contrariaba su gesto, y tras una trepidante duda, negó lapidaria con la cabeza. Tampoco era mío. Y, sin embargo, de alguien tenía que ser. Me acordé de Jorge Edwards, que en los años que ejerció de embajador de Chile en algunos países del Este, usaba las bibliotecas de las embajadas como caja fuerte, con predilección por las obras de Moliére.

Propuse que la pasta perteneciese a todos mientras no consiguiésemos recordar cómo había ido a parar allí el dinero. Cuando acostamos a Helena, y le conté el cuento de La rana que quería volar, me sentí obligado a releer El coronel no tiene quien le escriba. Qué menos. Habría sido facilísimo no abrir esa novela en años, pero antes habían estado sucediendo demasiadas cosas que me empujaron al libro, incluida Helena, tumbada debajo de la mesa. Me acordé entonces de Paul Auster, y del día que con trece años fue al bosque de excursión con el colegio. Era un día de tormenta y buscaron un claro para estar seguros. Encontraron uno, rodeado con alambre de púas. Se pusieron en fila y comenzaron a pasar por debajo. Al llegar su turno, Paul le cedió el paso a su amigo Ralph, al que mató un rayo justo cuando se arrastraba bajo el alambre. Menuda casualidad. 

A veces da pereza preguntarse por qué suceden ciertas cosas. Suceden porque sí, porque son el resultado de las anteriores, y eso basta, y si fue maravilloso encontrar 150 euros perdidos, lo fue aún más descubrirlos dentro de El coronel no tiene quien le escriba, donde sus tres protagonistas, si contamos el gallo, pasan duras penalidades por la falta de dinero. ¡150 euros habrían arreglado la jubilación del coronel! "¿Y en qué vamos a gastar esto?", pregunté al fin. De pronto, me parecía una enorme responsabilidad gestionar aquel dinero. Hay que gastarlo bien, me dije, ‘in bellezza’, sin saber cómo se hacía eso. Mientras lo descubría, oculté los 150 euros de nuevo en la novela.

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