Blog | Permanezcan borrachos

¿Eso de ahí es una mancha?

ASDASDADS"¿Eso que tienes ahí es una mancha?", me preguntó Marta con las cejas muy levantadas, al entrar en el salón, donde yo me estaba ya tomando un descanso merecidísimo. Acabábamos de recoger el árbol de Navidad y las luces, y eso nos deja siempre muy felices y muy baldados. Solemos dejar que transcurran dos o tres de semanas entre que se acaban las vacaciones y retiramos la decoración. No nos importa convivir un tiempo con el cadáver de las fiestas. Es placentero. Tal vez suene cruel, pero nos encanta se paladear lentamente la victoria sobre la Navidad, que se cree siempre muy importante y entrañable, pero ahora estaba muerta y nosotros vivos, aunque fuese de milagro.

"¿Una mancha? ¡No me jodas! ¿Dónde?", pregunté espantado, mientras la buscaba por todas partes, nerviosísimo. "Justo ahí", dijo, y la señaló con el dedo índice. De pronto, sentí que se me caía el cielo encima, que mi vida se derrumbaba y que es cierto que la vida cambia en un segundo. Te sientas a cenar, decía Joan Didion, y la vida que conocías se acaba. Al principio quise creer que lo que tenía en el vaquero, un poco por debajo del bolsillo, era una sombra, una marca del diseño. Pero la realidad se abrió paso a las bravas, y, como en una de esas bofetadas que pegaba Joan Crawford en sus películas, me dejó muy claro lo que estaba pasando: había una mancha en el pantalón. No una marca de fábrica, no una sombra, no un fantasma. Era una mancha mancha. Tuve la sensación de que mis mejores años en este mundo acababan de quedar atrás para siempre. 

Una mancha en la ropa puede dar muchísimo miedo y desazón. No quiero entrar a discutir si da más miedo la muerte, o las enfermedades, o un elefante suelto por las calles de la ciudad, o un avión, o el fascismo. Hay muchos miedos. El de la inesperada suciedad te puede hacer llorar, mientras experimentas una impotencia atroz. Todos sabemos, por experiencia, que algunas manchas no se van, son manchas para siempre. Una mancha, cualquier mancha, siempre da pie, en el instante que es descubierta, a temer que nunca se irá. Fuera de ese suspense insoportable, las manchas acarrean a menudo la ruina de una camisa recién comprada, o de tu abrigo favorito, o de los pantalones que mejor te sientan. Puedes lavarla con todos los productos imaginables, aplicarle trucos caseros, pero da igual: sigue ahí. Por momentos, incluso más grande. Cuando te mueres, te entierra.

Con la mente velada por el shock, articulé pensamientos básicos y exclamaciones cargadas de frustración, no exentas de una belleza problemática: "¿Cómo?", "¿Cuándo?", "¡Pero qué cojones!". Fue cuestión de tiempo empezar a torturarme con la idea de que todo era una secreta venganza de la Navidad, que después de todo no estaba muerta, o no del todo. Agonizaba, sí, pero capaz de darme un zarpazo a tiempo de esgrimir una sonrisa y entonces apagarse. 

El miedo a la salpicadura, si bien universal, posee varias intensidades, según el momento de tu la vida. En la infancia vives ajeno a sus implicaciones. Qué puede importarte una mancha. Casi te resultan divertidas. La suciedad es un juego. Puedes lamer el suelo, comer barro beber agua sucia sin inmutarte. No amas tu ropa lo bastante, ni te afecta lo que alguien piense de ella, así que no contemplas las desventajas de que de repente esté asquerosa, o tocada por una mancha pequeñita, pero salvaje. 

Misteriosamente, la infancia pasa. Aprendes a avergonzarte. Un día una mancha se convierte en una desgracia, una hecatombe. Tu obsesión por ella no deja de agravarse. Si un día tienes un hijo, los primeros años de su educación transcurren entre dos órdenes: "Cálzate" y "No te manches". Empiezas a soñar con la siguiente etapa en la que un lamparón vuelve a no tener demasiada importancia, quizá cuando seas una persona anciana. Me admira cuando me cruzo con un conocido ya mayor y tiene una o dos manchas en la chaqueta y ni él ni la chaqueta se inmutan. Viven sin miedo a los defectos, que es lo que hace la vida maravillosa.

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