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Aplazamientos

A veces sentimos que colapsaremos por dentro si hacemos lo previsto

LOS APLAZAMIENTOS representan una constante de todas las vidas, y quizá sean el único acontecimiento que no puede aplazarse. Vamos a hacer algo, o a vernos con alguien, o queremos acudir a algún lugar, o realizar una llamada telefónica, y lo retrasamos. Tal vez no podemos con el alma, o nos parece más importante hacer algo distinto a esa hora, o creemos que no merece la pena ver o hablar con nadie. Nos apetecen de repente tan poco las cosas que solo un momento antes deseábamos que no las aplazamos para dentro de unas horas, o para el día siguiente o la semana próxima, sino que ya veremos para cuándo.

Hay un momento en que sentimos que colapsaremos por dentro si hacemos lo que habíamos previsto. En plena zozobra, el futuro inmediato nos produce un gran fastidio y nos vemos incapaces de sacar adelante nuestros planes. Mostramos total desprecio por la posibilidad de que una pequeña decisión, como no hacer algo, tenga consecuencias. Estamos dispuestos a creer, con total devoción por el optimismo, que cuando dejamos pasar una ocasión después viene otra, igual o más interesante. Y si no es así tampoco nos quita el sueño.

En Enormes cambios en el último minuto, de Grace Paley, se incluye un cuento brevísimo titulado Deseos, abriendo el libro, en el que la protagonista se encamina un día a la biblioteca. Adeuda un total 32 dólares a la institución en concepto de multas, porque hace 18 años, nada menos, que no devuelve un par de libros que tomó prestados. "No entiendo cómo pasa el tiempo", afirma. "He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca solo queda a dos manzanas", pero por alguna razón no expresada fue aplazando su entrega. Huir de los compromisos, o de las pequeñas obligaciones, llega a veces a confundirse con un placer impostergable.

El relato de Paley contiene una tardanza todavía más bella, cuando irrumpe en el relato el exmarido de la protagonista, sentado precisamente en las escaleras de la biblioteca, y le reprocha que la disolución de su matrimonio se debiese al hecho de que nunca hubiesen invitado a cenar a los Bertram. "Es posible", acepta la exmujer. Iban a hacerlo una vez, y otra vez, y otra, pero fue como si sus existencias se quedasen atrapadas en el círculo de esa perífrasis, y al final la invitación siempre se aplazaba. "Primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no los conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar", acepta la mujer.

Los días se desinflan, sin más, y aquello que tenía un sitio y un futuro lo pierde. En el hecho de que queríamos hacer algo y finalmente no lo hacemos se pone de manifiesto hasta qué punto somos débiles. Debemos aceptarlo aun cuando seamos nosotros mismos las víctimas de los aplazamientos ajenos. Hace dos meses, por ejemplo, recibí la llamada de una mujer que deseaba verse conmigo para proponerme un trabajo. No nos conocíamos y me pareció que mostraba verdaderas ganas por encontrarnos, así que acabó por contagiármelas a mí. Quedamos en vernos un lunes en una cafetería del centro de Madrid. Tomé un tren el sábado. El domingo le pregunté si había algún cambio de planes, por si acaso, y me dijo que no. Esa noche, mientras tomaba una cerveza con alguien que sí había acudido a la cita, recibí un mensaje de la mujer diciendo que, en vistas de que había estado nevando, «mañana el tráfico estará fatal», y que tenía que cancelar nuestro encuentro, porque después tenía uno más importante. Me pareció una genialidad. Fue un aplazamiento perfecto, capaz de amordazarte, como cuando te envían al infierno con una simple mirada. No hemos vuelto a llamarnos ni a escribirnos. Simbolizó más que un aplazamiento. Creo que nuestros planes juntos para el futuro se diluyeron como los jerseys de lana que se morían tirando de un hilo. Es en momentos así cuando las leyes de la vida lucen su esplendor.

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