Blog | Permanezcan borrachos

Entretanto la vida

ENTRETANTO. SIEMPRE entretanto. La vida son entretantos. Muchos. Millones. Hacer cosas no es nada al lado de estar a punto de hacerlas. Ese estar a punto representa el entretanto, vasto y nebuloso. El camino, el viaje, la demora, la distancia entre A y B, son familias de entretantos. Hacer la cama, con el propósito de meterte en ella por la noche, es un entretanto. Incluso preparar la cena antes de comerla. Ir a trabajar representa uno de los entretantos más comunes. Recuerdo cuando ir al instituto y regresar de él simbolizaban los mejores instantes del bachillerato. Te levantabas a las siete de la mañana, pasabas una hora en un autobús cochambroso, en el que al menos te dejaban fumar y quemar los asientos. A continuación aún debías caminar 20 minutos hasta el instituto. Cuando al fin llegabas, en lugar de subir a clase de matemáticas o lengua, como te gustaría, te quedabas a jugar una partida de billar en el bar de enfrente. Resultaba agradable la sensación de gastarte el dinero que te daban tus padres entretanto no acudías a clase.

Hay entretantos y entretantos. Algunos son aburridísimos y largos, aunque duren poco, como ese minuto que a veces tienes que esperar hasta que te responden a un whatsapp. ¿Qué hay en ese soporífero filo de tiempo, con el teléfono desfallecido entre las manos, esperando a que haya una respuesta? Nada. «Silencio al final de los dedos», como cantaban Los Suaves.

Pero también existen entretantos épicos. Esta semana conocí los que los que relata Pascal Plisson en ‘Camino a la escuela’. Coincidiendo con el estreno del documental hace algunas semanas en España, ahora Alrevés publica el libro homónimo. A lo largo de hora y cuarto, Plisson describe el viaje titánico de tres niños y una niña de entre 11 y 13 años hasta llegar a la escuela, cada uno en una parte del mundo. Jackson, de la tribu de los Sumburu, en Kenia, parte cada día a las cinco y media de la madrugada. Ha de recorrer 15 kilómetros. Tarda una media de dos horas en llegar a la escuela. Lleva consigo a su hermana de seis años. A veces, si la sequía es demasiado larga, van sin desayunar. El padre, con una rutina que da miedo, pide cada mañana que dios los bendiga, que bendiga la escuela y que bendiga sus lápices. «Que lleguéis sanos y salvos», añade, pues en el camino hay todo tipo de peligros, como los elefantes. En ocasiones es hermoso arriesgar la vida, si a cambio la salvas de la ignorancia. La determinación de Jackson por ir a la escuela y recibir educación es admirable. Entretanto, sueña «con que llegue el día y me convierta en piloto y pueda volar. Y me veo saliendo de mi país para ver los lagos y las montañas más altas».

Con la historia de Samuel también oyes crepitar el suelo. Fue bebé prematuro y nació con una discapacidad que le impide caminar. Vive en Kuruthamaankadu, un pueblo de pescadores al sur de la India, en el Golfo de Bengala, a donde su familia se mudó porque en el pueblo de su madre, donde residían, no había escuela. La choza de paja en la que viven carece de electricidad y agua corriente. Para acudir a la escuela, Samuel se vale de una silla de ruedas desvencijada, herrumbrosa, de la que cada día sus hermanos menores, Gabriel y Emmanuel, deben tirar durante más de cuatro kilómetros a través de arena, ríos y huertos de palmeras. «Venimos a este mundo sin nada -dice Samuel con la madurez de un adulto- y lo abandonamos sin nada. Debemos seguir esa lógica. Mi meta es convertirme en médico y ayudar a andar a los niños como yo. Ese es mi deseo, mi objetivo. Ese».

El documental se completa con las historias de Carlitos, que cada día recorre a caballo las cordilleras de la Patagonia durante 18 kilómetros, y Zahira, que los lunes emplea cuatro horas en caminar 22 kilómetros a través de las montañas de Atlas, en Marruecos. Su vida es un pedregoso entretanto, pero feliz. Hay algo en el camino a la escuela, seas de donde seas, que siempre resulta agradable. Yo, no sé por qué, me acuerdo del ruido de los coches que no arrancaban a causa del frío. Las mañanas, en el trayecto al colegio, eran una sinfonía de motores trastabillados. Había en ellos algo parecido a la impotencia, en el sentido humano. Eran motores hechos a semejanza de los individuos, y por lo tanto, tanto podían funcionar como no. Reconfortaba ver a los conductores desesperados, cagándose en dios, hablándole de tú a tú al coche. Solo por ver su frustración y escuchar la agonía del motor valía la pena madrugar y morirse de frío para ir al colegio entretanto.

Comentarios