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La caída más bonita

EN JUNIO me caí por unas escaleras. Sucedió en el auditorio Picasso de Málaga. Empecé en lo alto y no me detuve hasta alcanzar casi el escenario. Me levanté con vida, haciendo esfuerzos patéticos por sonreír y no cojear. Creo que me dio palo morir. Si en el fondo no fuese tan tímido me habría matado sin problemas. Mientras me despeñaba a cámara lenta tuve tiempo a pensar "Así no, por favor. Qué necesidad". Honestamente, puedes morirte de unas cien maneras mejores, me dije. Hacerlo en aquellas escaleras lejanas, dando tumbos penosos, descoordinados, como un balón de rugby, me pareció ridículo, pero, sobre todo, antiestético. Feísimo.

MXMe había presentado en el auditorio para hablar de una escena de Paris, Texas, de Wim Wenders, durante un minuto. El Festival de Málaga nos había invitado a siete creadores a una actividad en la que cada uno elegía la escena de una película que debía remitir al concepto de distancia. La proyección no podía durar más de dos minutos, y nuestra explicación posterior, solo un minuto. Esa circunstancia —una charla de un miserable minuto— hacía más ridículo mi accidente. Viajar a Málaga desde Ourense para hablar durante sesenta segundos, ¿y un poco antes de empezar, me mato? Menudo espanto. No me merecía esa fatalidad, ni aun habiendo hecho muchas putadas a lo largo de mi vida.

Estábamos en mitad de un pequeño ensayo, a media hora de que el público empezase a entrar al auditorio, así que había una docena de testigos, todos muy atentos a la caída. Un horror. Cosa distinta habría sido que estuviese yo solo. Te caes, te rompes el cuello, mueres sin testigos: chapeau. Esa es una caída impecable, de superclase. Respect. Pero los pequeños accidentes personales, cuando el mundo los contempla, pierden toda su delicada belleza. Son mera comicidad. Charles Chaplin, por ejemplo, decía que siempre es un éxito poner una cáscara de plátano en una película, para que alguien se caiga. Aunque no había que pisarla sin más. "Primero", afirmaba, "tienes que mostrar la cáscara, luego un actor acercándose, después la cáscara de plátano y al actor en la misma escena. Y, finalmente, al actor evitando pisar la cáscara y cayéndose a continuación por el agujero de una alcantarilla".

Yo no me caí sin más. Fue un accidente lento, largo, con sus divisiones, y cierta cadencia desesperante, como los títulos de crédito de las películas con los que en cierto sentido se quiere evitar lo inevitable, que se acabó la película. No pasó, como en muchas caídas, de una vez y ya, en un mero movimiento calamitoso, desgraciadísimo, donde casi todo es fin, porque cuando intentas comprender qué pasa, estás ya en el suelo, quieto, aturdido, y todo ha acabado. Yo me empecé a caer y a partir de ese momento se sucedieron cosas sin parar. Sufrí la historia de la caída, digamos, no la simple caída.

Me caí por fuera y también por dentro, donde los pensamientos daban vueltas y vueltas. Pensé muchísimo mientras todo duraba. Me dio tiempo a fijarme en que los escalones del auditorio eran largos, anchos, con poca altura y blandos, enmoquetados. Probé un poco de todos. En unos me golpeaba la cabeza, en otros un hombro, las costillas, una rodilla, la cabeza de nuevo, el culo. Hubo variedad.

Enseguida comprendí que no había que resistirse al golpe. Quizá ya en el segundo escalón. No te opongas a la caída, me dije. Ponte de su parte. Colabora. Dientes, como Isabel Pantoja. Sé la caída. Estas cavilaciones me distrajeron del dolor, y también el instante en que vi la cara de mi amigo Manuel. Por su gesto adiviné que estaba pensando "Ojalá no se mate, para poder reírme". Cuando intuí que nada me detendría hasta alcanzar el final de las escaleras, dejó de importarme la muerte. Porque al principio fue inevitable pensar "Hostia, que me voy a matar". A los pocos escalones me empezó a preocupar más el estilo. Al menos cáete bien, me dije. Ta vez al final importe solo la belleza.