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La escena del crimen

En un viaje a Ámsterdam, durante un invierno crudo, entré en una las muchas librerías de la ciudad y me puse a escudriñar en las estanterías como si ya hubiese estado el día anterior y hubiese olvidado algo valioso. En realidad, no sabía detrás de que iba. Me gusta comprar libros así, buscando a ciegas un título que aún no sé que existe. Había cierta desesperación en mi modo de husmear. Realmente parecía que persiguiese algo concreto, y que ese algo no fuese tanto un libro como un teléfono sonando o una bomba haciendo tic tac. Y entonces, lo encontré. No tenía ni idea de que era eso lo que quería, pero al verlo, lo supe sin género de duda. Me llevé una sorpresa. Era un libro de fotografías, editado por la policía de Ámsterdam. La sola idea de unos policías metidos a editores me puso la mente a cien por hora.

En la portada aparecían unos zapatos blancos de tacón, tal vez de novia, abandonados en la calle, entre hojas de tabaco y colillas mojadas. Uno de los zapatos estaba ensangrentado. Esa imagen me hizo pensar en aquel microcuento de Hemingway, ejemplo perfecto de la teoría del iceberg: "Vendo zapatos de bebé, sin estrenar". Lo omitido, en esta frase y en la fotografía de la portada, quedaba resonando en tu cabeza durante horas.

El libro se titulaba Plaats delict, algo así como Escenas del crimen. Apenas lo abrí, para averiguar por qué lo había estado buscando sin saberlo, tuve que cerrarlo. El corazón me dio un vuelco. Me quedé aterrorizado y maravillado al mismo tiempo. Deseaba volver a abrirlo, pero aún no. En ese viaje me había acompañado mi amigo Luis Gil, que había vivido varios años en Ámsterdam, y hablaba bastante bien el holandés. Me miró y me preguntó qué pasaba. Le acerqué el libro, y le pedí que me tradujese la contra, que incorporaba un pequeño texto junto a la fotografía de una careta de mujer, maquillada de manera tosca, con un cigarro entre los labios y una peluca rubia. Cuando acabó de leer, abrió el libro, lo hojeó y me miró de nuevo con cara de susto. "¿Vas a comprar esto?". "Sí, ¿por qué?". "Porque si no lo quieres tú, me lo llevo yo".

Recuperé el volumen y me alejé, necesitado de intimidad. Al fin lo abrí. La policía de Ámsterdam había reunido una selección de fotografías funcionales realizadas por sus agentes en los escenarios de crímenes cometidos entre 1965 y 1985. Cada foto equivalía a mirar por encima del hombro de los detectives a su llegada a cafeterías, discotecas, habitaciones de hotel, callejones, ríos o domicilios particulares, tanto de víctimas como de criminales. El libro incluía entrevistas con los agentes y los fotógrafos de la policía forense, cuyo trabajo servía para investigar los asesinatos y, pasado el tiempo, también para mostrar la evolución de la sociedad en el contexto de sus crímenes, que dejaban ver el endurecimiento de la delincuencia en el salto de los 60 a los 80.

Algunas de aquellas fotografías me impresionaron tanto como las de Mell Kilpatrick, el fotógrafo que retrató la muerte violenta en Estados Unidos durante los años 40 y 50, cuando caía la noche sobre California. En esa época, Kilpatrick tenía acceso permanente a las frecuencias de radio de la policía del Condado de Orange y sus alrededores, y eso le permitía presentarse en el lugar de los hechos con gran celeridad. Documentó decenas de tragedias, de asesinatos a suicidios. Una de sus series más conocidas e incómodas es la de accidentes de tráfico, en unos años en los que en Norteamérica se rendía culto al automóvil y a la velocidad. Kilpatrick falleció en 1962, y sus archivos inéditos no se encontraron hasta el año 2000.

Taschen se apresuró a publicar, en edición trilingüe, Car crashes and other sad stories, con sus mejores fotos de accidentes. El libro está descatalogado, aunque yo eso solo lo supe algún tiempo después de entrar en una librería de París y ponerme a buscar al tuntún, sin ningún propósito, y de pronto hallar un ejemplar.

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