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La novela de un poeta

Me quedé columpiándome en el poema. No sé ni cuántas veces lo leí. Doblé la página en la que comenzaba y volví una y otra vez a él

ME ENCONTRÉ a Luis Chaves por primera vez en una revista de Costa Rica, hará unos dos años. Había llegado a mi buzón porque su editor se había empeñado en que tuviese un ejemplar del primer número, en el que se incluía un fragmento de mi primera novela, o la segunda, según se cuente. El rostro de Chaves ocupaba toda la portada, y junto a su nombre, el editor había añadido «el enfant terrible de las letras costarricenses». Recuerdo que pensé «vaya, otro enfant terrible». Chaves, leí al abrir la revista por sus páginas centrales, nació en 1969, y por ese entonces era ya autor de diez libros, que iban de la poesía a la novela o la crónica periodística. A lo largo de tres páginas, la revista reproducía ‘Diario doméstico’, que arrancaba un 18 de agosto de la siguiente forma: «En diez días cumplo 44 años. Anoche, viendo una peli con las chicas, caí dormido antes de las 9 p.m. Hoy me levanté a las 6 a.m. y salí a pasear a Nina, la perra. Mi vida está acabada». Me pareció que así debían empezar todos los libros, con una confesión por parte del autor, escueta, como si no tuviese importancia, de que su vida es una mierda. Esa clase de vida de mierda que uno jamás cambiaría por otra vida mejor ni cuando le ofreciesen riquezas y poderes inabarcables. Me sentí concernido y leí todo el diario.

Pasaron algunos días, y aquella lectura, que había estado flotando en el ambiente sin dejarse agarrar, al estilo del humo de un ducados, se posó en la tierra. Se ve que en el fondo no era humo de tabaco. En ese momento fue más fácil tropezarme con ella. Porque supongo que fue un encontronazo.  Le di con el pie, igual que le das descalzo a la pata de una silla, y miré hacia abajo y descubrí su prosa. Me metí en internet y supe que la editorial sevillana La Isla de Siltolá había publicado en 2012 una antología de la poesía de Chaves titulada ‘La máquina de hacer niebla’. La apunté en un papel adhesivo que al final del día extravié. Apareció a las pocas semanas imantado a una carta de mi banco. Encargué el libro y no tardó demasiado en llegar. Incluía poemas de cinco libros distintos.

En uno de sus escritos, Chaves habla de cómo las promesas de la casa nueva se quedan en la vieja

Abrí el volumen por el principio y pasé  algunas páginas rápido, sin leer, para estirar los dedos. Entonces caí en la trampa, que arrastró por un agujero hondo y oscuro que me condujo a un lugar precioso, donde siempre mandaba el verano. Era un poema titulado ‘Mudanzas’, que habla de un cambio de residencia, y de cómo las promesas de la casa nueva se quedan en la vieja. Y habla de bolsas de plástico, de hormigas, de ropa blanca y de color, de las barras de plastilina, de letras en cursiva escritas con pilot sobre unas cajas de cartón, de latas de cerveza, de amigos, de un coche en busca de un sitio para aparcar, de una pausa que amenaza con convertirse en otra cosa, y tal vez del destino que hay por descubrir debajo de esos versos. Me quedé columpiándome en el poema. No sé ni cuántas veces lo leí. Doblé la página en la que comenzaba y, durante meses, volví una y otra vez a él. Solo leía ese. O ese, y un par de ellos más, a secas. Siempre me conmueven las historias sobre mudanzas. Ya me había ocurrido algo parecido con un poema de Fabio Morábito, incluido en ‘De lunes todo el año’. Podría recitarlo de memoria, pero no lo recuerdo.

Pasó el tiempo. A comienzos de mayo me escribió el editor costarricense para decirme que Luis  Chaves  quería  enviarme su último libro. Me hizo tanta ilusión que casi respondí con frialdad, para que no se notara. Quizá por eso el libro empezó a no llegar, a no llegar. Entretanto, para calentar, volví a leer ‘Mudanzas’,  y  algo  más.  Me impactó una composición que mencionaba el combate por el título de los pesados entre Foreman y Mohamed Alí en Zaire para referirse, en realidad, al encuentro inicial del autor con la poesía. Entonces, a finales de la semana pasada, encontré en el buzón un pequeño paquete de Costa Rica. Lo abrí con fiebre. Se trataba de una novela titulada ‘Salvapatantallas’, publicada en Argentina, y escrita como solo saben los grandes poetas.

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