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La traición del reloj

Un reloj siempre conspira contra su dueño. Te rodea lentamente y, cuando pareces distraído, cae sobre ti con todo su peso



NO USO RELOJ, aunque tengo tres o cuatro. Me gusta mirarlos de vez en cuando, para saber que están parados, en el dique seco, muertos, y que pese a todo se encuentran bien. Un reloj sin respiración, varado siempre en la misma hora, simboliza un lugar recóndito e inexpugnable.

Es una isla desierta, paradisíaca, en la que tienes a tu alcance cuanto necesitas, y la tranquilidad de que nadie te molestará con chorradas. En movimiento, sin embargo, los relojes me ponen nervioso; me recuerdan que tengo cosas que hacer. Son la voz de tu madre preguntando si has hecho la cama, si has bajado a tirar la basura, si has limpiado los pies antes de entrar en casa, si has acabado los deberes, si has llamado a la abuela por su cumpleaños, si has puesto la mesa, si te has cepillado los dientes…

Su ‘tic tac’ fingido te asfixia con una especie de llave de artes marciales. Un reloj es la cuerda alrededor de tu cuello, tal vez con aspecto de joya, decorativo, bellí- simo, pero que antes o después acatará su naturaleza, igual que un escorpión. En secreto, un reloj siempre conspira contra su dueño. Te rodea lentamente, con enorme sigilo, y cuando pareces distraído, cae sobre ti con todo tu peso. De pronto, con el reloj encima, y sus horas acumuladas —en un reloj se agolpa todo el tiempo transcurrido desde el día que lo compraste—, ya solo eres un mequetrefe a merced de las prisas.

Cuando estiras el brazo, y lo vuelves a recoger, para mirar la hora y saber qué puedes esperar de tu vida, en el fondo estás siendo sometido a un timo. Las personas que no salen de casa sin su reloj, que solo se lo quitan para dormir, se someten a la ficción de hacer planes, y auspiciar esperanzas de todo tipo en lo que resta de día. No me parece mal. Solo que a mí no me gusta hacer planes. Habitualmente, después estás obligado a cumplirlos.

"A mí no me gusta hacer planes. Habitualmente, después estás obligado a cumplirlos"

Cuántas veces al día consulta su reloj una persona. ¿Una? ¿Varias? ¿Bastantes? ¿Muchas? ¿Decenas? Cada vez que lo hacen, inconscientemente, van buscando un milagro, rogando una oportunidad, reclamando al tiempo un favor para cumplir todos sus sueños diarios.

Esa obstinación por conocer la hora exacta en la que se encuentran en cada instante les proporciona una tranquilidad que, si fuese mi caso, se transformaría en desasosiego. No quisiera saber, por nada del mundo, a qué hora ocurren cada una de las pequeñas cosas que se desprenden de un día común.

La vida se vuelve electrizante en ese instante en que el reloj se detiene, enmudece, y los hechos van estallando a voleo, de puta casualidad.

Un reloj en funcionamiento es un mecanismo que hace un ruido desagradable con el tiempo. El ‘tic tac’ que la tecnología ha eliminado de los viejos aparatos sigue sonando, en realidad. Nadie lo oye, pero dobla igualmente, como si tocase a difunto. Es un sonido imaginario, parecido a las voces que algunos días escuchas dentro de tu cabeza. Yo todavía no he expulsado de mi mente los pasos en la noche a los que equivalía el viejo despertador de mis abuelos. Aquel aparato que tenían sobre la mesilla de su dormitorio emitía un pestañeo pertinaz, perverso. Ellos estaban tan acostumbrados al ruido de la agujas que no las oían. En cambio, eso que equivalía a un silencio para ellos, recorría el pasillo y entraba en mi habitación, y allí estallaba.

No existía defensa contra él. Cerrabas la puerta, te cubrías con las mantas, y seguías escuchando la aguja de los segundos. Sonaba con la estructura interna de esos disparos que te arrancan el sombrero de la cabeza y lo alejan 20 metros, en una escena propia de un western. Cada vez que veo a alguien demasiado pendiente de su reloj, me acuerdo de aquel mafioso obsesionado con el lujo. Le gustaba el oro. Llevaba cadenas, anillos y por supuesto un Cartier de oro en la muñeca. Un día lo cosieron a tiros e hicieron desaparecer su cadáver bajo un hoyo superficial.

A causa del rigor mortis, el brazo asomó del suelo con el Cartier en la muñeca, funcionando como cuando su dueño estaba vivo. Un reloj siempre acaba traicionándote.

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