Blog | Permanezcan borrachos

Mirar tumbas

Al salir del cementerio de Canongate, la estatua de Adam Smith se levanta en una pose dominante. A unos metros, la de su amigo David Hume comparece sentada


Ilustración para el blog de Juan Tallón

LEJOS DE casa, y sin mirar ni una sola vez el teléfono, que dejé en una habitación de hotel, en Edimburgo, el 27 de octubre fue un día normal, desnudo, sin noticias, que yo supiese. Visité los cementerios de Canongate y Old Calton, sin contar que el día anterior había estado en el de Greyfriars. A Canongate acudí en busca de la tumba del economista Adam Smith (1723-1790). Defendida por rejas, alguien había dejado en ella dos ramos de flores recientemente. Muy cerca, aunque ajena, una joven pareja compartía un bocadillo y hablaba en susurros. Casi era mediodía.

No lejos de la tumba de Smith me fijé por casualidad en la lápida del poeta Robert Fergusson, erigida tras su muerte por Robert Burns, en quien tanto influyó su poesía, y más tarde reparada por Robert Louis Stevenson. Mirar tumbas con varios siglos de antigüedad, en cementerios musgosos, donde los verdes y negros vigilan que no entren nuevos colores, te infunde una convicción firme: casi nadie se acordará de ti cuando estés muerto y pasen algunos años. Pero no hay que afligirse por ello.

Al salir de Canongate, y siguiendo la Royal Mile hacia el este, se levanta la estatua de Adam Smith, en una pose dominante, con la elegancia de su época. A unos metros, en la acera de enfrente, la estatua de su amigo David Hume (1711-1776) comparece sentada, cubierta por una túnica, y descalza. En algún momento se extendió la estupidez de que tocar el dedo gordo de uno de sus pies daba suerte, y en ese punto el cobre brilla con intensidad. Para visitar el mausoleo del filósofo empirista hay que dirigirse a Old Calton. Allá me fui. Justo a su lado, en un panteón perteneciente a un tal Hector Gavin (1738-1814), me encontré una tienda de campaña, y dentro a alguien roncando, lo que me puso de un humor excelente, no sé por qué.

En un codicilo añadido a su testamento en abril de 1776, cuatro meses antes de fallecer, David Hume establecía que "si muriera en cualquier lugar dentro de Escocia, deseo ser enterrado de modo privado en Calton Church Yard, en el lado sur; sobre mi cuerpo quiero que se coloque un monumento de valor no superior a cien libras, con una inscripción que tenga solamente mi nombre y los años de mi nacimiento y muerte, dejando a la posteridad añadir el resto". No era la primera vez que Hume incurría en gestos de humildad así, que en realidad eran de arrogancia. Cuando publicó su Tratado de la naturaleza humana, escrito con 26 años, decidió que el libro viese la luz sin su nombre. En una mezcla de orgullo e ingenuidad, pretendía que la obra se valiese por sí misma. El desengaño fue inclemente y la obra no se vendió. Ni siquiera, como confiesa en su Autobiografía, publicada póstumamente por Adam Smith, alcanzó "la distinción de provocar murmullos entre los fanáticos".

Sus últimos días estuvieron teñidos también de crueldad. En la Autobiografía confiesa que en la primavera de 1772 padeció un "desorden intestinal del que en un primer momento no hice caso, pero que se ha convertido, como sé muy bien ahora, en dolencia incurable y mortal". A lo largo de 1776 recibió tres diagnósticos contradictorios: tumor en el hígado, constricción del colon y hemorragia intestinal. Le quedaban solo unos meses de vida, en los que tuvo la satisfacción de leer La riqueza de las naciones, publicado ese año.

Su última carta antes de morir el 25 de agosto fue para su autor, Adam Smith; la penúltima, con fecha de 20 de agosto, para madame de Bouffleurs. "Mi enfermedad consiste en una diarrea, o desorden intestinal, que me ha venido minando estos últimos dos años, pero que desde hace seis meses me ha empujado visiblemente hacia el final. Veo acercarse la muerte poco a poco, pero no siento ansiedad ni temor", escribió. Había aceptado el fin. De hecho, semanas antes había recibido la visita de James Boswell, al que confesó que veía la vida después de la muerte como "el capricho más irracional".

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