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Muertos porque sí

EN LA LARGA historia de las muertes porque sí, de vez en cuando me acuerdo del texto que Borges dedicó a Billy the Kid en ‘Historia universal de la infamia’. Constituye una muestra del poder absoluto de la literatura, capaz de tomar un hecho horrible, y con ese horror, lleno de esquinas, debidamente destilado, crear un relato de una belleza redonda. Da que pensar.

Ahí dentro, pues el relato parece escrito desde el infierno, a una temperatura que lo tiñe todo de un color rojizo, se percibe exactamente qué es una mente criminal, y cómo actúa al margen de cualquier ló- gica o compasión. En manos de Borges, esos acontecimientos se vuelven atroces y fascinantes. Algunos detalles carecen del rigor de los hechos reales, que solo el paso del tiempo ha ido revelando, pero él los hace susurrar. Y si un texto de ficción susurra, es que dice la verdad, como en ese instante en el que, abatido Billy the Kid por un disparo de Garret —que sacó el revólver sin levantarse de un sillón de hamaca— su cuerpo se desploma del caballo. La agonía "fue larga y exclamatoria", y solo cuando ya el sol estaba en lo alto, los vecinos se acercaron con precaución al cadáver. Es el momento en que Borges escribe, o susurra, una verdad como un templo, pequeñísima pero indestructible: "Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos".

Pero hemos alcanzado muy deprisa el final del relato. ¿Y los crímenes del propio Billy? ¿Y sus orígenes, en los que solo era un muchacho que aún ignoraba que un día mataría porque sí? Borges sitúa el nacimiento del personaje en un conventillo subterráneo de Nueva York, de madre irlandesa, y criado entre negros. A los 12 años formó parte de los Ángeles de la Ciénaga, llamados así porque operaban en las cloacas, de las que emergían por la noche, seguían a algún marinero en sigilo, lo derribaban de un golpe en la cabeza y le robaban. En ese ambiente, y en el teatro, al que algunas tardes acudía a ver melodramas de cowboys, transcurrieron los años de aprendizaje de Billy, que por entonces, según Borges, sólo se llamaba Bill Harrigan.

Pero un día, cuando miles de americanos se lanzaron a ocupar el Oeste, empujados por el rumor del oro de Nevada y California, también el joven Bill emprendió el viaje y dejó atrás las ciénagas de Nueva York. En el sueño oculto de todos los hombres y mujeres se aloja casi siempre un movimiento detenido: el de la huida. Bill tiene 14 años cuando Borges lo sitúa en una taberna del Llano Estacado (Nuevo México), un lugar donde la tierra "es casi sobrenaturalmente lisa". Forma parte del grupo de los bebedores. Ese día ha bebido ya dos aguardientes y está a punto de pedir el tercero, a pesar de que no tiene ya un centavo. Tal vez precisamente por eso.

De pronto, se abre un silencio, en forma de agujero, en mitad de la cantina, y entra un mexicano que "abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales". Desea las buenas noches "a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo". Nadie reacciona. Solo Billy pregunta quién es ese tipo. Alguien le susurra que se trata de un tal Belisario Villagrán, lo que no le dice mucho, pero a la vez, le dice bastante. "Una detonación retumba enseguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar el muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras? —dice—. Pues yo soy Bill Harrigan, de New York". En ese horror, decorado con un charco de sangre y un señor muerto que solo había dado las buenas noches a los presentes, con sus propios modales, comenzó la leyenda. Fue su primer crimen porque sí. Y ni siquiera engrosó una estadística, lo que aún es más espantoso. Mientras Bill concedía apretones de manos y aceptaba hurras y whiskies, alguien advirtió que en su revólver no había marcas y le propuso grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid rehusó la idea. "No vale la pena anotar mexicanos". Es tremendo, pero hermosísimo.

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