Blog | Permanezcan borrachos

No seas tonto

Dimitir es maravilloso, en cualquier orden de la vida. Pero maravilloso. No hay drama alguno en hacerlo cuando es un acto deseado. Tenemos que metérnoslo en la cabeza. Dimitir no es como caer de un quinto piso y quedar hecho papilla, para el arrastre. Tu dimisión solo significa que te vas, que renuncias, que haces dejación de algo. Puede ser de un empleo, de un libro, de una opinión lamentable, de la vida, de una relación, de un guiso de carne del que prefieres no decir nada, de la presencia en algún lugar… yo qué sé de cuantas cosas. No se pueden abarcar todas las dimisiones posibles en una columna. Hay que precisar, sin embargo, que no cualquiera sabe dimitir, o puede, o tiene ganas. Esto es importante. La dimisión necesita de la oportunidad. Lamentablemente, está sometida a condiciones. 

MARUXA
MARUXA

En algunos casos quieres, están dimiendo ya, de hecho, y tus planes se frustran inesperadamente. Tengo buen recuerdo, aunque agridulce, de una dimisión así, sobre la que escribió Bioy Casares. Almeyda era uno de sus personajes, y una mañana de invierno resolvía suicidarse, o dimitir, sin salir de casa. Cero complicaciones. Se ponía un traje azul nuevo, anudaba la corbata y le agregaba un alfiler con una herradora de la suerte, por si acaso. Cuando ya miraba al revólver, y se despedía del mundo, apreciaba el roce de un papel y veía surgir un sobre por debajo de la puerta. La dimisión se interrumpía. Almeyda sentía curiosidad y se acercaba a recoger el sobre. Era la factura del sastre. A partir de ese instante, el personaje remontaba y posponía su dimisión. Había fallado la oportunidad. 

Dimitir porque te acorralan, como pasa algunas veces, no debería ni llamarse dimisión. Hacerlo por placer, porque es enriquecedor, eso sí que es dimitir. Así que si puedes, hazlo, no seas tonto. Desgraciadamente, casi siempre hay obstáculos que salvar antes de llegar a anunciar "dimito". Todos mis amigos, y sus amigos, por lo que me cuentan, y desde luego yo también, dejaríamos a menudo lo que estamos haciendo y nos iríamos, o nos mudaríamos, o plantaríamos la comida que acabamos de hacer nosotros mismos, o saltaríamos del avión, o saldríamos de la sala del cine, o de una novela, o del estadio. Pero no es el momento. 

Qué bonito sería dimitir fácilmente, dimitir por amor a la dimisión, por entonar un "paso", un "me voy", un "chau", un "se acabó". Renunciar a algo a las nueve de la mañana, y a otra cosa a mediodía, y a una tercera antes de que se haga de noche, sin otra consecuencia que acabar una historia y comenzar otra. Solo es un irse, en cierto modo. E irnos, a pequeña escala, y aunque sea a costa de volver enseguida, es lo que más hacemos a lo largo de un día común. Si nos ponemos intensos, la vida es una inacabable suma de me voy, con los que saltas de un asunto a otro y a otro y otro, sin demasiados rasguños. 

Yo me fui tres veces de un empleo porque me apeteció. Otras muchas, aunque también me apetecía, tuve que quedarme, por desesperación. O me echaron. Nada se iguala a irse por gusto. "¿Renunciar o resistir?" es un dilema presente a lo largo de la vida. No hay demasiada costumbre, o cultura, de decir "Me harté", y con la misma, en efecto, marcharte sin miedo al futuro. Casi siempre estás harto, pero aguantas un poquito más, y después otro poco más, y así quizá hasta la muerte, si mueres. Es como si nunca estuvieses harto del todo, al punto irremediable de explotar porque tuviste suficiente. 

En EE.UU. están ya renunciando de forma voluntaria a sus empleos millones de personas. Le llaman La Gran Dimisión. No es que estén hartos. Están hartos de su existencia agotadora y se van a casa. En cualquier huida, la dificultad estriba en hallar el arrojo para irse. 

Llega un día, cuando al fin ves lo que tienes delante de las narices, que descubres que el hombre es, como en el verso de Valery, un pájaro atrapado fuera de la jaula, y que debe descubrir el modo de destruir la jaula y su exterior sin temer a lo que vendrá.