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Quién te crees que eres

SER SOLO UNA PERSONA no es fácil. Ser uno mismo todo el tiempo, por ejemplo, es dificilísimo. No es raro, en realidad, sorprenderte actuando como lo haría otro. Y acertando. Para qué engañarse: eres tú mismo la mayor parte del día porque no tienes más remedio. A veces eres dos, o tres, como Carmen Mola, y a veces incluso muchísimos. No quiero pasarme de gracioso, pero la Duquesa de Alba se llamaba María del Rosario Cayetana Paloma Alfonsa Victoria Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paula Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay. Ni ella sabía cuántas era. Esas distintas versiones que llegamos a ser de nosotros se manifiestan en los retos. Podemos recitar, para concluir por todo lo bajo, el muy desgastado verso de Walt Whitman: "Yo soy inmenso, contengo multitudes", y quedarnos panchísimos.

TallónJavier Tomeo contaba que, en los inicios de su carrera literaria, escribiendo novelas de quiosco, ganaba más si firmaba con nombre extranjero que si lo hacía como Tomeo. "Te convenía parecer norteamericano, y a poder ser, pistolero y dueño de un caballo negro", decía. Por eso él se hizo llamar durante una época Frantz Keller.

Hacerse pasar por alguien que no eres es una tendencia repetitiva a lo largo de la historia. Semejante cosa a veces depara finales inesperados. Solo hay que recordar a Jean-Claude Romand, a quien Emmanuel Carrère retrató en uno de sus mejores libros. El joven Romand no fue un día a un examen, después no fue a clases, y al cabo de tres años tuvo que inventase su licenciatura en medicina. A continuación, se inventó que trabajaba de médico, y luego que tenía un buen sueldo. Así durante veinte años. Cuando se descubrió el pastel, y salieron a la luz miles de mentiras y deudas, asesinó a su mujer con un rodillo de amasar, y a sus dos hijos pequeños con un rifle. Al acabar limpió la vivienda, dio un paseo y se dirigió a casa de sus padres, a los que mató del mismo modo. Todo porque pensó que su familia no aceptaría la verdad. Pasó esa noche en París, con su amante, y después regresó a su domicilio y le plantó fuego con él dentro. Sobrevivió.

En las familias existen extrañas presencias que demuestran mejor que nada las multiplicidades del ser. En la mía es Silverio, mi tío, célebremente conocido también como Pepe. Pepe, siendo Siverio, no es como llamarse Ramón y que te digan Moncho, o Francisca y que te llamen Paca. Entre Silverio y Pepe hay una grieta, un abismo, quizá un misterio irresoluble. Cuando Silverio nació, su padre –mi abuelo–, llamado precisamente así, dijo que eran ya demasiados hijos, algunos de ellos mujeres, sin que ninguno heredase su nombre. Era hora. Mi abuela Juana creía, sin embargo, que no era hora de nada. Ningún hijo suyo se llamaría Silverio jamás. Ni que tuviese cien. Pero su marido trabajaba en el registro civil, y tuvo la iniciativa de inscribir al hijo recién nacido con el nombre de Silverio, y se acabó. Cuando mi abuela se enteró, días después, lanzó algo parecido a una profecía: "Nadie lo llamará por su nombre verdadero. Le llamaremos siempre Pepe".

Y así fue. Ni el padre llegó a llamar Silverio al hijo. Poco a poco, olvidó que originalmente tenía su mismo nombre. Cierto día, de hecho, apareció un mensajero con un paquete para Silverio Tallón Núñez. "Equivócase. Aquí non hai ningún Silverio Tallón Núñez. Eu son Silverio Tallón Reigada, para servilo", le aclaró mi abuelo, al que, como encargado del registro, le gustaba presumir de conocer a más de cinco mil personas por sus nombres y apellidos. Pero el mensajero insistía: buscaba a Tallón Núñez, no a Tallón Reigada. "Pareces parvo; que che estou dicindo que nesta aldea non hai ningún Silverio Tallón Núñez. Silverio Tallón Reigada, si, son eu, para servilo", se cerró en banda mi abuelo. En ese momento, una vecina testigo de la escena, le gritó desde la ventana: "¡Silverio, que é o teu fillo! ¡O Pepe!".

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