Blog | Permanezcan borrachos

Síguele el juego

Nunca hay que perder la ocasión de seguirle el juego a alguien. No existen las vidas con demasiadas historias, así que cuando se te atraviesa una ajena, por qué no hacerla tuya. Hace unas semanas, a una amiga la confundieron en la calle con Almudena Grandes. "Me encantó La madre de Frankenstein. Eres mi escritora preferida", le dijo un hombre al salir de una farmacia. Mi amiga perdió la ocasión decirle que escribir esa novela es una de las cosas más hermosas que le ha pasado en la vida. Optó por sacarlo del error, anunciándole que se confundía, que ella no era escritora, ojalá, sino empleada de banca. "Me parece que lo chafé", me dijo.

Cuando se presentan ciertos equívocos no tiene nada de malo darles continuidad. Le recordé a mi amiga lo que le pasó a Paul Auster en su juventud, cuando una tarde sonó su teléfono en su apartamento de Brooklyn y al descolgar alguien preguntó por la Agencia de Detectives Pinkerton. Auster le dijo que se equivocaba. A la tarde siguiente sonó de nuevo el teléfono y volvieron a preguntar por Pinkerton. ¿Qué hizo el escritor? Repetir que allí no había ninguna agencia de detectives. "Me quedé pensando en qué hubiese sucedido si le hubiera respondido que sí. ¿Y se me hubiera hecho pasar por un detective de la Agencia Pinkerton?", se cuestionó años después Auster en El cuaderno rojo. El caso es que le dio muchas vueltas al suceso, y meses después se lanzó a escribir su primera novela, La ciudad de cristal, en la que un individuo llamado Quinn, al principio del libro, recibe una llamada telefónica de alguien preguntando por un tal Paul Auster, y Quinn decide mentir y responder "Sí, yo soy Paul Auster". Así se sigue el juego.

Estas imposturas pueden volverse una aventura. Hace unos años acepté un empleo en Madrid como escritor de discursos que incluía despacho propio. En mi primer día de trabajo sonó el teléfono. No había tenido tiempo ni de ajustar la silla a mi altura. Llevaba allí solo diez minutos. Descolgué en una postura ridículamente baja. "Hola, buenos días. ¿Me puede pasar con el paciente de la habitación 245?", dijo una voz de mujer. Miré a mi alrededor, para asegurarme de no meter la pata, y después le expliqué que no estaba llamando a un hospital. "¿Cómo dice? ¿Está seguro? No puede ser… pero si he marcado el número de siempre", dijo la señora, que colgó sin decir adiós. A los pocos minutos, volvió a llamar. "¿Podría pasarme con la habitación 245, si es tan amable?". Sonreí. Había ajustado ya la silla a mi altura y estaba incluso cómodo. "Señora, se ha vuelto a equivocar de nuevo. Esto es el Ministerio de Justicia", le aclaré. "¿No es la clínica Santa Ana? ¿De verdad?", preguntó. Quizás los números de teléfono fuesen muy parecidos. "Pruebe a cambiar alguno de orden, a ver qué pasa". 

Al día siguiente volvió a llamar preguntando por la habitación 245. No una, sino dos veces. A la segunda, resoplé. Ya me había caído el primer discurso, y no estaba de humor. "¿Señora, en serio? Es la cuarta vez que se equivoca en dos días. Podría decirle que tengo mucha paciencia, pero es mentira. Le pido por favor que no vuelva a marcar este número a menos que quiera hablar con el ministro de Justicia. ¿Quiere hablar con el ministro?". Se hizo el silencio en la línea y al cabo la mujer respondió: "No hace falta ponerse así", y colgó.

Naturalmente, a media mañana volvió a llamar. Pero esta vez decidí seguirle el juego. "El paciente de la 245 ha experimentado un inesperado empeoramiento de su salud, y no se encuentra en la habitación", dije. "Pero ¿es grave?". No dudé en responder que sí, muchísimo: "Cuestión de vida o muerte". "Pero si su mujer me acaba de decir que está mejor de la pierna". Mastiqué por dónde salir. "Como le digo, se ha producido un empeoramiento inesperado, y ha habido que trasladarlo al quirófano". "¡Al quirófano! Pero, ¿qué ha sucedido". Ni lo pensé: "Gangrena. No somos muy optimistas. Hay que amputar. Acuda a consolar a la familia. Ahora tengo que dejarla", y colgué. Quería reírme, pero me temblaban las piernas. 

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