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¿Sueñas con sillas eléctricas?

Silla eléctrica
photo_camera Silla eléctrica

Es raro soñar con sillas eléctricas. Yo lo hago cada cierto tiempo. No son sueños angustiosos. A veces estoy cómodamente sentado en una de ellas, sin preocupaciones, y entonces alguien baja la palanca y me fríe. Ahí se acababa todo. Me despierto y me levanto para estirar las piernas por el pasillo, igual que un futbolista antes de saltar al campo. En mi caso, no te vuelves a quedar dormido cuando sueñas que te electrocutan sin primero desprenderte de la tensión.

Otras veces soy yo quien maneja la palanca. Es realmente excitante. Me pone muy contento bajarla de golpe, por sorpresa, sin una sencilla cuenta atrás que imprima algo emoción al momento. Me gusta pillar a la gente desprevenida, como en Four Rooms (1995), donde un famoso actor llamado Chester apuesta su Cadillac a que su amigo Norman no es capaz de encender un zippo diez veces consecutivas sin que falle. Si lo consigue, Norman se quedará con el coche de Chester. Pero si no, el botones del hotel, que empuña un afilado y brillante machete, le amputará el dedo meñique. El zippo falla a la primera, con gran sorpresa, y antes de que Norman sea consciente de que ha perdido, el botones baja el machete.

En mi último sueño, que consistió más bien en una pesadilla, acariciaba la palanca durante un buen rato, haciéndome de rogar. El señor que estaba en la silla, muy impaciente, no paraba de decir: "Bájala ya, que me aburro". Al final la bajé y electrocuté a un tipo que resultó ser un familiar, qué pena. Esto fue un poco después de leer Tiempos recios, de Vargas Llosa, donde hacia el final de la novela aparece el antiguo jefe de la inteligencia militar de República Dominicana, Johnny Abbes, exiliado en Haití, asesorando al presidente François Duvalier en temas de seguridad. Es 1964, y uno de los primeros consejos que Abbes da a los oficiales de la academia militar es que compren una buena silla eléctrica. Resultará muy útil a la hora de sacar información a los detenidos. Estos debían vivir en constante estado de miedo. Miedo a ser castrados, quemados vivos, o a que les reventasen los ojos. En ese contexto, la silla eléctrica facilitaría el trabajo al torturador. Así que compraron una. A la hora de la verdad, sin embargo, la silla nunca funcionó como era debido. No se podía graduar la electricidad y electrocutaba a los detenidos inmediatamente, a la primera, en lugar de asarlos poco a poco hasta que hablaban.

Hay objetos que tienen una extraña presencia en nuestras vidas, a la que se suman como fantasmas. En 2007, durante una estancia en Estados Unidos, me alojé algunos días en casa de un matrimonio, en Newark. Ella era española y él estadounidense. No tenían hijos. Me alquilaron una habitación por 125 dólares a la semana. Aparecí en taxi al final de una tarde, cuando ya anochecía. Me esperaban en el porche, de pie. Parecían formar parte de una fotografía, allí quietos y sonrientes. Nos saludamos con una extraña familiaridad. A él le sudaban mucho las manos, que parecían trapos recién empapados en el fregadero. La casa tenía dos pisos. Yo me instalé en el de arriba.

Me dejaron en el dormitorio para que deshiciese la maleta y bajaron. Yo ni siquiera la abrí.Me tendí unos minutos sobre la cama y después fui al baño. De camino, vi una puerta abierta y me asomé. Era un despacho. Había muchas estanterías, una mesa de trabajo en el centro, y en un rincón, junto a una lámpara, una silla eléctrica. Parecía simplemente decorativa, un viejo recuerdo, un juguete siniestro. El descubrimiento me asustó a la vez que me divirtió. ¿Qué hago, la pruebo?, me dije. Finalmente, no me atreví a sentarme y bajé al salón, donde el matrimonio seguía un espectáculo de monster trucks por televisión. "¿He visto una silla eléctrica ahí arriba?", pregunté, para asegurarme. "Casi. Nunca llegó a funcionar. La compré en un mercado de antigüedades. Me dijeron que solo fue un prototipo que no se desarrolló", comentó el hombre. No me atreví a pensar lo que quería, por miedo a que se me notase.