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Una noche con Iñaki Uriarte

El escritor tenía pelazo y gestos suaves. A veces la vida es estética, y lo demás no importa

Iñaki Uriarte. MARUXA
photo_camera MARUXA

QUEDÉ A cenar con Iñaki Uriarte a las nueve de la noche, en el restaurante Monterrey, de Bilbao. Al fin íbamos a conocernos. Hacía calor y fresco a la vez. Para días así siempre salgo con chaqueta, pero en la mano, solo para agarrar. Me preguntaba si me encontraría al Uriarte de las solapas de sus diarios, cuya biografía se reduce a un "Iñaki Uriarte nació en Nueva York (1946), es de San Sebastián y vive en Bilbao", o a otro. Yo prefería a otro, como el que aparece en esa entrada de los diarios donde cuenta que "una vez fabriqué una bomba. Negocié con drogas. Me dejó una mujer, dejé a otra. Un día se incendió mi casa, me han robado, he padecido una inundación y una sequía, me he estrellado en un coche, fui amigo de alguien que murió asesinado y fue enterrado por los asesinos en su propio jardín. También conocí a un hombre que mató a otro hombre, y a uno que se ahorcó».

Uriarte me estaba esperando en la terraza del restaurante con su amigo Miguel González San Martín, escritor y columnista de El Correo, con el que cena una vez a la semana. Los coches que circulaban por Gran Vía los despeinaban y peinaban con su velocidad. Iñaki sostenía entre los dedos un cigarro completamente blanco, como los ataúdes de niños. Qué pelazo, pensé, y qué suavidad de gestos. A veces la vida era estética, y lo demás no importaba. Hechas las presentaciones, pregunté si habíamos quedado en el Monterrey porque era un buen sitio para tomar el pulso a Bilbao. Me miraron con extrañeza, y les expliqué que un amigo escultor sostiene que para conocer de verdad una ciudad como Ourense, por ejemplo, hay que visitar Motosierras Ojeda y la Ferretería Americana. Nada de acudir a las Burgas, la calle del Paseo o la catedral. Si te adentras en esos establecimientos, y observas cómo interactúan clientes y empleados, descubres los vulgares secretos de la ciudad.

Te podías quedar horas contemplando la elegancia con que Iriarte se tuteaba con los días. Nada lo desviaba del placer de vivir y de hacer solo lo que quería, que a menudo es no hacer nada. En los últimos tiempos, por ejemplo, había renunciado a la nacionalidad estadounidense por voluntad propia. "Será por Trump, claro" estaba yo a punto de afirmar, cuando aclaró que ser español y estadounidense lo obligaba, para cualquier gestión, a pasar por el doble de ventanillas que un español a secas. "La gota que colmó el vaso fue que el banco me puso reparos a abrir una cuenta".

Pese a la calma que aplicaba a su relación con el mundo, me pareció que estaba vigilante, por si aparecía una tontería y tenía que huir. Yo ya sabía, por sus diarios, que no soportaba la grandilocuencia. Disfruta prestando atención a la naturaleza, sin intervenir demasiado en ella. Reniega del trabajo sucio. Ya no escribe, me confesó. Solo unas pequeñas notas informativas que publica en El Correo, y que no firma. En realidad, nunca escribió, salvo para él. En algún momento afirmó que un diario es básicamente un monólogo, "y no voy a andarme con muchas florituras retóricas para hablarme a mí mismo". Un día algunos amigos lo enredaron y acabó publicando sus textos en Pepitas de calabaza. Cribó una parte, que permanece inédita, y que si un día se reúnen sus diarios en un único volumen, quizás rescate.

Al acabar de cenar nos pusimos a hablar de Philip Roth, fallecido el día anterior. Uriarte lo había leído y lo admiraba realmente. Salió el tema del Nobel, y al hacerlo emergió una anécdota que incumbía a la parte no publicada de los diarios. Entre el material sobre el que trabajó para el primer volumen (1999- 2003), dejó fuera una anotación que de haber incluido le habría dado fama de visionario, bromeó. Esa entrada fue un "arrebato profético" en el que escribía que a Roth nunca le concederían el Nobel, que seguramente iría a parar algún año a Alice Munro. Ambos eran grandísimos escritores, pero además Roth era "un gilipollas" y Munro "encantadora". Casi lo confesó con apuro, por llamar gilipollas a Roth en un papel secreto. Y después siguió fumando. No dejó de fumar en toda la noche. "Es bueno para mi salud", aseguró.

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