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Victoria pírrica

SUCEDEN INFINIDAD de cosas en un año, incluso en un mes. Suceden muchísimas cosas a lo largo de una semana, cuya duración se va volviendo fluida, difusa, irreal, hasta el punto que no están claros los límites entre un sábado y un lunes, entre un domingo y un jueves. Algunas veces suceden una barbaridad de cosas en un día: te parece que todas (buenas y enseguida malas o regulares). No sabrías por dónde empezar a contarlas. De ahí la importancia de la indiferencia. Se trata de un valiosísimo hallazgo, sin demérito del compromiso. Pero hoy no hablamos de eso; quizás la próxima semana.

Ilustración para el blog de Xoán Tallón. MX

Sin cierta indiferencia la vida diaria se vuelve colosal, insoportable. Mediríamos todos un metro de altura, apabullados por el peso de todo aquello a lo que hay que hacer frente, si no fuésemos capaces de ignorarlo. El pensamiento más lúcido en una mayoría de momentos es ese en el que resoplas y simplemente dices "Me la suda" y pasas a otra cosa, dejando, de paso, una gran frase para la historia.

De alguna manera hay que defenderse de las circunstancias que arrecian sobre ti, o luchar por lo que tú quieres hacer y el mundo preferiría que no. Intentar que tus pretensiones sigan su curso, cuando la realidad trata de desbaratarlas, dice mucho de uno. Casi somos dignos de admiración por nuestros empeños. Hace una semana recibí una notificación de Hacienda por un asunto que creía que había quedado resuelto con mis alegaciones a una notificación anterior. Sentí que el mundo se derrumbaba. Mi inteligencia —mediana— aliñó ese hundimiento con ideas patéticas, como pensar que los problemas se arreglarían solos. Pero, por otra parte, tenía que irme al Mad Cool, así que adopté la única decisión lógica: que me diese igual Hacienda. ¿Qué hay más fuerte que el deseo de pasárselo bien y no tener preocupaciones?

Decir "Me la suda", y que efectivamente algo te la sude, es siempre una pequeña victoria, una victoria tan pírrica que casi significa derrota. Pero, ¿y qué? Empiezas a decir que las cosas te dan igual cuando eres un niño y ya no te detienes hasta que eres un viejo. En la primera fase de la vida no calibras el alcance de la frase; con el tiempo adviertes que es imposible vivir sin que una infinidad de cosas nada, poco, algo o muy importantes te tengan sin cuidado. El mundo está plagado de asuntos que tratan de persuadirte de que son cuestión de vida o muerte, y que has de prestarles todo tu interés. Cuando te sientes desconsolado por eso que llamamos "Problemas personales", y alguien te anima diciéndote que hay que dar a las cosas la importancia justa, la que tienen, lo miras como si te hablase en japonés. Está por saber qué es lo importante en esta vida.

Ya quedan pocas ambiciones que se comparen en pureza a la de desear, cuando te hartas, que algo o alguien se vaya a la mierda. No hay que afrontar todas las batallas, ni sentirse concernido por cada asunto que nos afecta, nos roza o nos pasa muy cerca.

Si no supieses apartar el millón de cosas que buscan tu preocupación, pongamos que diciendo "Me la suda", conseguirían aplastarte. Ejercer la indiferencia ayuda a vivir más ligero. Es autodefensa. En el momento que algo te disgusta, o entorpece, o te quita tiempo, aplicas sobre ello tu desinterés, y listo. En parte, la inteligencia consiste en saber dar a las cosas la importancia que tienen. La realidad nunca va a dejar de reclamar tu atención, porque eres una especie de cliente para ella, así que hay que decir que te da igual varias veces al día, en ocasiones aun a cosas tan decisivas como que Hacienda quiere inspeccionarte. Malísima idea, obviamente. Apenas acabó el Mad Cool volví a pensar en la notificación. No pensaba en otra cosa. No me daba en absoluto igual. Algún día habrá que hablar —tal vez la próxima semana— de la fuerza con la que se nos impone la necesidad de pasarlo mal y no tener más que preocupaciones y que ninguna te dé igual.

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