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Vida interior

Aquello que se nos oculta, y que sin embargo está cerca, espolea nuestra curiosidad. Por eso resulta difícil no sentirse atraído por lo que sucede en las viviendas ajenas

LAS CASAS encierran historias que solo pueden suceder ahí, entre paredes, y muchas veces en secreto, bajando la voz. Tal vez no exista relato más sugerente que el que empieza con aquella pregunta que se hacía el poeta Jean Tardieu: "¿Qué pasa detrás de un muro cualquiera?". La pared es la última frontera. Si la atravesamos, lo sabemos casi todo. ¿Hay un punto de vista más efervescente que el que ofrece el ojo de una cerradura? Resulta difícil no sentirse atraído por lo que ocurre al otro lado, en las viviendas aje nas, o simplemente en la habita ción colindante, y constatar si las vidas de sus ocupantes se parecen a las nuestras o en cambio repre sentan algo muy distinto, y si es así por qué.

Aquello que se nos oculta, y sin embargo está cerca, espolea nuestra curiosidad. Años atrás, cuando regresaba a mi casa en Madrid, salí del ascensor y me encontré con la puerta de la casa de mis vecinos abierta. Nos conocíamos del rellano, del ascensor y de la calle. Nunca había estado en su piso, y decidí asomarme. Los llamé y no respondieron. Los volví a llamar. Ignoro de dónde saqué la determinación, pero di cuatro pasos y me adentré en el apartamento. Olía a lejía, a colillas apagadas, a vieja comida, a plantillas de zapatos. Cuando me asomé al salón, distinguí una pistola en la mesa. Casi me estalla el pecho. Esa visión fue la señal para huir de allí a paso ligero y encerrarme en mi pequeño piso, con las pulsaciones a mil. En ese momento me parecieron los segundos más insensatos y emocionantes de mi vida. De hecho, a las pocas semanas empezó a crecer alrededor del allanamiento de morada una novela en la que mis vecinos, bajo la apariencia de bellísimas personas, estaban a punto de volverse unos criminales.


Cuando me asomé al salón distinguí una pistola sobre la mesa. Casi me estalla el pecho


Las casas se reducen a menudo a un catálogo de insignificantes detalles. Una cama, unos libros, unos platos, unos vasos, un zapatero, un armario, una pistola, una mezcla de olores, un rollo de papel higiénico, etcétera. Eso es mucho. Muchísimo. Es todo. La vida no consiste sino en detalles acumulados, siempre nimios, pero que situados en determinado contexto hacen llevadera, casi magnífica, la existencia. Quizá nadie supo verlo mejor que George Perec, que un día imaginó un inmueble parisiense, más o menos decadente, del que desaparecía la fachada, y de pronto todas las habitaciones eran visibles instantánea y simultáneamente. Cuatro años después, a partir de esa imagen en su cabeza, escribió y publicó La vida instrucciones de uso, su novela más ambiciosa, en la que a lo largo de  capítulos realiza un exhaustivo inventario de los objetos que hay en apar tamentos, desvanes, sótanos o tramos de escaleras, así como de vidas, hábitos, obsesiones y personalidades de inquilinos,visitantes, amigos, parientes, exinquilinos…

La novela de Perec va de habitación en habitación y no tiene tra ma. Pero y qué. ¿Es necesaria? ¿Acaso la vida posee trama? Perec era, precisamente, un artista de la nada. Nadie cuenta como él qué pasa cuando no pasa nada, cosa que ocurre, en el mundo real, la mayor parte del tiempo. El solo inventario de los e lementos del mobiliario y de las acciones represen tadas para el escritor francés ya tenía algo de auténticamente vertiginoso.

De mis veraneos en Baiona, cuando era un niño, recuerdo el barrio alto de la ciudad, al que llamaban Corea, al que a veces acompañaba a mi tío a visitar a su suegro, un señor que jamás salía de casa. Cuando entraba en el salón, siempre lo veía sentado en un sofá de una plaza, con una camiseta de sisas blanca, y viendo partidos de Wimbledon por televisión. Estaba jubilado, y en un remoto pasado había sido marinero. El mundo le parecía una mierda y por eso no salía. Allí dentro era feliz. Lo tenía todo. No le hacía falta casi nada, salvo los hijos y su mujer, que lo proveían de las historias que sucedían fuera. Un día dejé de veranear en Baiona y me olvidé de él. Años después supe que su casa ardió y él murió en el incendio. Su mujer y sus hijos, que estaban en la calle, se salvaron. Me gusta pensar que ese día seguía en su sofá, con la camiseta de sisas y entre sus felices paredes, renegando del mundo exterior.

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