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El Exprés, uno de aquellos restaurantes

La cocina casera, la atención cálida y personal definían las buenas casas de comidas 

SEÑOR DIRECTOR:

Un gran calendario de Explosivos Río Tinto en la pared, con un bodegón de caza o una mujer de Julio Romero de Torres, un reloj tipo isabelino o Napoleón III, mesas cuadradas y alguna rectangular larga, cubiertas con manteles de tela de colores oscuros, supongo que para que sirviesen con una simple sacudida para atender a más de un cliente, marcaban la decoración del comedor de una buena casa de comidas. Algunas ya se denominaron desde el principio restaurante.

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¿Qué las define? Le diría a usted que la condición de establecimiento familiar, incluso de saga familiar, casi siempre con una mujer al frente de los fogones que le daba nombre: Casa Juana, en Arzúa, o Loliña, en Carril, con sus almejas y sus arroces. La relación con los clientes era, es, próxima, acorde al ambiente familiar. La carta o la oferta está marcada por platos de cuchara, cocina casera, con productos del entorno. En el interior del país siempre incluía una buena carne guisada o asada. No sé si a veces las diferencio. Y los callos con garbanzos, como los de los jueves, día de feria en Santiago, en la mítica y desparecida Casa Vilas. O, y me voy a la costa, el extraordinario guiso de xoubas que ofrecían en Casa Solla, el restaurante de Pepe y Amelia en Poio, que su hijo llevó al firmamento Michelin. Allí cenamos el guiso una noche de verano, ¡hace tantas décadas que ya ni las cuento!, con la pintora María Antonia Dans y el periodista Juan Ramón Díaz. Y los chocos en el Barciela de Redondela. Curioso que en Vilaxoán, en territorio marisquero, otro mito, Manolo Cores, Chocolate, con Josefa en la cocina, hiciese famosos sus chuletones.

Quedan algunos de estos establecimientos, con el respeto al interiorismo clásico, la tradición familiar y el buen hacer en la cocina y la mesa del país. El Exprés, en Curtis, que va por la tercera generación y pronto se incorporará la cuarta, es uno de estos clásicos. La memoria —la última vez que va María Antonia Dans, de la que este año se celebra el centenario de su nacimiento, fue cenando allí—, la casualidad de la proximidad en el viaje por carretera y la hora nos llevó un día de estos a almorzar allí. Fue reencontrarse con el buen rostro del país.

Los callos como gran reclamo en días concretos de la semana figuraban siempre en el ‘top ten’ de la carta, preferentemente verbal e innecesaria para una clientela fiel, de las buenas casas de comidas de Galicia. También en el Exprés son una referencia. El caldo, extraordinario el del Cantábrico en A Fonsagrada o el que se come en O Cebreiro, podría servir como test para la calidad casera de la cocina. Sin embargo, siempre me incliné por hacer el examen con la sopa de cocido, si la ofrecen claro: no soy de caldo del país por dificultades digestivas que nunca nadie me supo explicar ni remediar. Para completar la lista de platos de reclamo, cada una tenía, o tienen las que quedan, su especialidad. En el Exprés nos proponían este día lengua guisada. Le citaba antes los callos del Vilas, el chuletón de Chocolate, o la tortilla empanada de A Voltiña, en Mondoñedo. Incluya para los postres un buen arroz con leche, unas filloas o, como en el caso de Curtis el otro día, unos flanes caseros extraordinarios. Alguna flaqueza de la carne, en terminología del catecismo, hay que permitirse. Otras ya ni se cultivan.

Con esta sugerencia, o bocados para el almuerzo, pretendo regresar con usted al comedor de aquellas casas de comidas que existían en localidades con buenas ferias, al pie de una estación del tren, cuando el ferrocarril era el medio de transporte; en las poblaciones con juzgado, notaría y otras citas obligadas, y en las capitales de provincia a las que había que acudir para hacerse con la ropa para una boda, para obligadas gestiones administrativas o para buscar la intercesión poderosa de un cacique.

Lo que usted encuentre de melancólico en esta referencia de un tiempo y una sociedad que se fue, se me hizo presente el otro día en Curtis estación, una de las tres paradas entre A Coruña y Lugo del exprés nocturno que iba a Madrid. Las otras dos eran en Betanzos y Guitiriz. El exprés era el no va más para viajar desde Galicia hasta que llegaron aquí, tarde como siempre, los trenes Talgo. Y lo será, si a usted no le molesta aunque refunfuñen algunos políticos, mientras el Ave no llegue a todas las capitales gallegas y mientras no se finalice la autovía Lugo-Santiago. Esta pide, como mínimo, la intercesión del Apóstol.

Vuelvo con al Exprés, el histórico restaurante de Curtis, donde encontramos esta semana la mejor tradición en la mesa y en el trato. Curtis es fría y tan amiga de las nieblas como Londres o Lugo. Durante mucho tiempo fue la vía de salida al tren para la ciudad compostelana. La Santiaguesa era la empresa de autobuses que hacía el recorrido entre la hoy capital de Galicia, entonces ciudad de clérigos y catedráticos, y la estación de Curtis. Los autobuses de la Santiaguesa, con bancos de madera en la parte superior que ocupaban viajeros con billetes de tercera, que compartían espacio con mercancías y equipajes, llevaban y recogían pasajeros del tren.

Pero no era una crónica sentimental la que yo pretendía escribirle hoy. Es una invitación a que se sume a unas rogativas a algún santo, no sé a cuál, y a una llamada a los políticos para que algunos de los dineros que derrochan para atraer turistas de bocadillo y equipamiento Quechua, los destinen a promocionar y cuidar la pervivencia de estos históricos templos familiares del buen comer.

De usted, s.s.s.

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