Blog | Que parezca un accidente

27 huevos fritos a las 13:40

Como cada mañana, el martes me levanté temprano, me preparé un café y aproveché que las niñas aún dormían para ir adelantando algo de trabajo. Poco después de que mi mujer se marchase a trabajar las desperté, les di el desayuno, las vestí, preparé sus mochilas, les puse los abrigos y salimos a la calle. Primero fuimos hasta la guardería para dejar allí a la pequeña, como hacemos siempre, y a continuación la mayor y yo continuamos nuestro camino hacia el colegio. Una vez allí la acompañé hasta la fila, me despedí de ella y, cuando comprobé que ya había entrado, regresé a casa. Ordené un poco los dormitorios, recogí las cosas del desayuno y me puse a trabajar otra vez, justo donde lo había dejado.

A mediodía, después de algunas horas escribiendo salí de casa y me acerqué al colegio a buscar a mi hija mayor. Después fuimos los dos hasta la guardería comentando qué tal se lo había pasado y cuánto había jugado en el recreo. Lo que hacemos todos los días. En la guardería recogimos a mi hija pequeña y, como hacía muy buen tiempo, decidí ir a comer por ahí con las dos a una terraza. Es algo que hacemos un par de veces por semana. Aprenden a comportarse en los restaurantes, comparten tiempo con otros adultos cuando nos acompaña algún amigo y además lo pasamos muy bien. Me gusta mucho llevármelas a comer por ahí y a ellas también.

Durante la sobremesa, mi mujer se unió a nosotros. Cuando sale de trabajar siempre llama para ver por dónde andamos y, si no estamos muy lejos, se acerca a tomar un café y después nos vamos todos juntos a casa. A las niñas, que llevan todo el día sin ver a su madre, les encanta el momento en el que ella aparece. Salen corriendo, la abrazan, la pequeña siempre quiere que la coja en brazos, la mayor le cuenta todo lo que ha hecho durante la mañana.

Ese es el instante en el que yo me vuelvo invisible para las niñas. Y me parece bien. Es natural que quieran aprovechar cada minuto con su madre. A partir del momento en el que ella se une a nosotros, y por lo menos durante la media hora siguiente, todo lo que hacen tiene que ser con ella. Yo ya no existo. Si la mayor necesita ir al baño, solamente puede acompañarla su madre. Si la pequeña quiere garabatear con sus pinturas en un cuaderno, solamente puede ayudarla su madre. Ocurre todos los días sin excepción.

Mientras tomábamos café en la terraza, poco después de llegar mi mujer, unas chicas se sentaron en la mesa de al lado. Ellas a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Era una tarde normal y corriente, como todas las demás, hasta que mi hija mayor se tropezó y se cayó al suelo. Se puso a llorar y corrió a refugiarse en el regazo de su madre. Al mismo tiempo, la pequeña le hizo saber a mi mujer que tenía caca para que le cambiase el pañal. Yo hice ademán de cogerla en brazos pero no quiso. Tenía que ser su madre. Solamente le servía su madre. Y mi mujer, que todavía tenía a nuestra hija mayor en brazos, tuvo que llevarse como pudo a la pequeña al baño, con la mochila de los pañales al hombro, y gestionar los asuntos de las dos.

Las chicas que estaban a mi lado empezaron a cuchichear y a lanzarme miradas extrañas. Al cabo de un rato comprendí lo que estaba sucediendo. Habían dado por hecho que yo era un egoísta al permitir que todo el peso de los cuidados de nuestras hijas recayese sobre mi mujer. Lo cual no era cierto. En un momento dado, y con un tono de voz más elevado, una de ellas dijo algo parecido a esto: "Si queréis saber la diferencia entre un padre y una madre, preguntadle a ella el número del pie de su hijo, su comida favorita y a qué hora sale del colegio, y después preguntádselo a él". Es decir, todos los padres son malos padres. Incluido yo, como se me estaba haciendo saber.

Me pareció un comentario injusto y un ataque inmerecido. Por supuesto que a día de hoy todavía son muchísimas más las madres las que se encargan de los cuidados de los hijos en mayor medida que los padres, pero eso no quiere decir que siempre sea así. Ni que todos los casos sean iguales. Me da lo mismo que esto suene a "not all men" o que suene a "señoro". La realidad es que a mí se me juzgó de acuerdo a una premisa falsa y se llegó a una conclusión arbitraria. Cosa que ocurre siempre que se generaliza, ya que cualquier generalización es en esencia una mentira.

Lógicamente, no respondí a aquella provocación. Lo único que podía haber obtenido intentando razonar sobre este asunto es la opinión de alguien que construye su parecer a partir de prejuicios, y eso no me ha interesado nunca. Esperé a que mi mujer y mis hijas regresasen del baño, continuamos tomando nuestro café y, al terminar, nos marchamos los cuatro a casa tan felices. Como todos los días.

El número de pie de mi hija es el 27. Su comida favorita son los huevos fritos. La recojo todos los días en el colegio a las 13:40.

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