Blog | Que parezca un accidente

Aquí no hay quien viva

CREO QUE actualmente sería posible comparar Europa con cualquier cosa. Después de tantos símiles y metáforas sobre la Unión Europea, si a alguien se le ocurriese hacer un paralelismo poético entre el continente y un banana daikiri acabaría encontrándole cierto parecido.

La comparación más abundante estos días tal vez haya sido la que establece una relación entre Europa y una comunidad de vecinos, con sus plantas más altas y sus plantas más bajas, sus pisos exteriores e interiores, sus lugares comunes, sus inquilinos de toda la vida, los que acaban de llegar, los que no pagan la derrama, etc. Estoy a tres columnas de creer que para ir de aquí a Dinamarca en vez de un avión tengo que coger un ascensor.

La equiparación, en cualquier caso, es desafortunada. Apela al sentimiento de comunidad, a la idea de pertenencia al grupo. Se apoya en la voluntad de hacer cuanto es posible por garantizar una convivencia pacífica y en armonía en la que cada uno cumple con sus obligaciones de acuerdo a unas reglas previamente aceptadas por todos. Es decir, lo que no sucede en ninguna comunidad de vecinos de todo el planeta. Si se trata de describir Europa como una colectividad bien avenida, el ejemplo debería ser otro.

Comparar Europa y una comunidad de vecinos es, según se mire, algo desacertado o la mejor equiparación

Pero aceptemos la comparación. Supongamos que Europa, grosso modo, no es más que una comunidad de vecinos. En tal caso convendría subrayar que hay comunidades y comunidades. Permítanme que les hable, a título ilustrativo, de una a la que no pertenezco pero que conozco de cerca:

En el primer piso vive Marisa. Los vecinos dicen de ella que está viuda y «se dedica a los hombres». Qué sería de un edificio sin los correspondientes rumores sobre la vida licenciosa de una de sus inquilinas. Puta o no, Marisa vive con tres enormes perros que por la noche aloja en el patio de luces, para disgusto de algunos vecinos.

La más obsesionada con el affaire canino es la señora Rosario, que reside justo encima de Marisa. Cuánto de importancia tiene la laxitud moral de ésta en lo molestos que le resultan los perros a aquélla es algo difícil de evaluar, pero juega en su contra. La señora Rosario sabía que no iba a conseguir expulsar del edificio a los perros si se lo pedía al presidente de la comunidad, lo que además le supondría ganarse una enemiga y adquirir cierta fama de mujer conflictiva que, aun siendo totalmente justa, no le convenía nada. Así que ideó un plan.

Una noche, entre semana, aguardó en su salón a que todos sus vecinos se fuesen a la cama. La señora Rosario tiene noventa años y en eso de dormir poco no tiene rival. Cuando estuvo segura de que nadie la vería, se asomó al patio de luces, a escasos metros de los perros, y comenzó a agitar sobre ellos una toalla. Los animales, dueños hasta entonces de las tranquilas noches del patio, enloquecieron ante la osadía de la intrusa y comenzaron a ladrar. Rosario regresó de inmediato a las sombras, pero poco a poco el jaleo del primer piso fue iluminando las demás viviendas mientras se escuchaba a alguien mandar a los perros callar. Éxito rotundo en el primer asalto.

Tras la tempestad siempre llega la calma, y la señora Rosario sabe esperar. Una hora y media después de su modesta revolución, cuando todo había vuelto a la normalidad e imperaban la oscuridad y el silencio, repitió la operación, desquiciando a los canes. Para cuando se escucharon las primeras persianas, subiéndose enfurecidas, la instigadora ya había desaparecido otra vez entre las cortinas, dejando tras de sí una comunidad que no daba crédito a lo que sucedía.

Despertó a sus vecinos hasta en dos ocasiones más antes de irse a la cama. A la mañana siguiente el edificio amaneció bostezando, con ojeras, rendido tras una noche toledana. Mientras la señora Rosario dormía -pobrecita, dirían algunos, a su edad y sin poder pegar ojo por culpa de los dichosos perros-, todos sus vecinos menos Marisa acudieron en comandita a exigir al presidente que los tres animales abandonasen la casa, porque las normas son las normas y el bienestar es lo primero. No hubo oposición. Aquella misma tarde fueron a recogerlos.

Las comunidades de vecinos tienen estas cosas. Yo pertenezco a una en la que una señora suele vaciar una botella de agua sobre la cabeza de otra siempre que se pone a tiro. Conozco otra en la que no hay reunión que no se resuelva con la intervención de la policía. Alguien me habló de una en la que el pobre conserje tiene que pasarse el día pidiendo un poquito de por favor.

La de Rosario y Marisa no se queda atrás. Una de sus integrantes, con gran astucia, consiguió que todos los vecinos al unísono diesen un ultimátum a uno de sus miembros, logrando además que creyesen que se trataba de una idea suya y que lo hacían por el interés de todos.

La equiparación entre Europa y una comunidad de vecinos, como ven, no es acertada si se trata de buscar un ejemplo de convivencia serena. Ahora bien, si lo que se pretende es hallar un fiel reflejo de la realidad, no se me ocurre una comparación mejor.

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