Blog | Que parezca un accidente

Cousa de meigas

A VECES ME estorba un poco el progreso imparable de la tecnología, aunque no en términos absolutos. Sería un necio si no valorase su practicidad. Si no comprendiese hasta qué punto minimiza y suprime los límites. Si no agradeciese lo mucho que facilita algunos mecanismos básicos de la rutina diaria —aceptemos eso como virtud por el momento—.

No obstante, confieso que la creciente digitalización del mundo físico me produce cierta nostalgia. Y quizá se deba a que asocio su avance, el desarrollo incontenible de la era informática, con el ocaso del romanticismo. Con el final de los pequeños procesos inútiles. Como extraer un antiguo vinilo de su carátula, repasar algún surco con la yema de los dedos, colocarlo en el giradiscos y posar la aguja sobre él. Ahora la música consiste en elegir una playlist y hacer clic. Es el signo de los tiempos, que diría alguien mucho más sabio e inteligente que yo.

Sostenía Arthur C. Clarke que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Y tal vez ahí resida la paradoja. En que la tecnología, en cada una de sus etapas históricas, siempre ha sido lo suficientemente avanzada. Me contaba hace poco un amigo que, en cierta ocasión, hace casi cuatro décadas, tuvo que dejar a su hijo una mañana con su abuela. Mi amigo —hoy el abuelo es él— necesitaba salir de la ciudad para hacer algunas gestiones y no tenía a nadie más con quien dejar al crío. Cuando regresó, a mediodía, se dirigió directamente a la casa de su abuela para buscar a su hijo, pero éste no aparecía por ningún lado. Por fin, la señora confesó que lo tenía escondido en un cuarto porque había visto en el televisor a unas personas "que le daban muy mala espina" y tenía miedo de que le hiciesen algo malo al niño.

La anécdota me recordó a la de una tía de mi madre que vivía en el pueblo cuando yo era niño. Un día, poco después de instalarle en casa el teléfono, mi madre la llamó varias veces para ver qué tal se encontraba, pero ella no respondió a las llamadas. Preocupados, después de mucho insistir, mis padres y mis tíos se desplazaron hasta el pueblo para ver si le había ocurrido algo. En cuanto entraron por la puerta, ella les dijo: "Menos mal que habéis venido. Esa cosa de ahí lleva todo el día sonando. Haced algo porque tiene pinta de ser urgentísimo".

Nuestra relación con la tecnología marca definitivamente el signo de los tiempos. Hoy puedo hablar con alguien que se encuentra a miles de kilómetros y enviarle documentos para que los compruebe y me los reenvíe en el acto mientras realizo una transferencia bancaria, reservo un vuelo y pido comida a domicilio al mismo tiempo. La tía de mi madre, cuando de niños comíamos en su casa y comenzaban en la radio las dedicatorias, nos pedía que no armásemos mucho escándalo para no despistar a los músicos que estaban tocando.

Puede que la tecnología, en el fondo, no sea más que una clase particular de magia. Cousa de meigas. Y puede que a cada época le correspondan sus propios hechizos y encantamientos. Como es natural. Ya se trate de 2017, 1985 o 1969. Me pregunto si dentro de quince años echaré de menos el pequeño e inútil proceso de elegir una playlist y hacer clic.

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