Blog | Que parezca un accidente

Cuando Portugal intentó asesinarme

HAY LUGARES QUE no te quieren. Lo notas nada más llegar. Son sus circunstancias las que te repelen. Las que te sugieren que ese no es el lugar en el que debes estar. Puede que la situación te sorprenda, que sea la primera vez que te ocurra. Quizá ese lugar te haya querido siempre, sin reservas, en silencio y desde la distancia, como se quiere a un amor imposible. Pero hasta esa clase de amores flaquean en alguna ocasión. Incluso los amores incondicionales deben resentirse y quebrarse de vez en cuando, ya que de lo contrario no sería amor, sino dogmatismo.

Hasta la semana pasada, nunca me había sentido expulsado por Portugal. La nuestra era una relación idílica. A menudo pensábamos el uno en el otro. Teníamos encuentros fugaces cada vez que se presentaba la oportunidad. Pero el fin de semana anterior a la Navidad todo fue distinto. A medida que iba dejando atrás la frontera, la sensación de no ser bien recibido se hacía más evidente. Me sentía observado. Me sentía señalado y rechazado. Era como si Portugal ya no fuese el mismo. Como si de repente se hubiese convertido en un desconocido y su carácter se hubiese vuelto esquivo y hostil.

Elsa me salió al encuentro a la altura de Valença do Minho. No se trataba de una borrasca cualquiera. En cuanto presencié su furia tuve la impresión de ser uno de sus objetivos. Estaba allí para obligarme a dar media vuelta. En la radio advertían a la población de que las zonas ribereñas de Oporto se habían inundado. Se sucedían las noticias sobre evacuaciones, accidentes y cortes en el suministro eléctrico. Con el viento sacudiendo la carretera y el cielo rompiendo sobre mi coche, incluso el tono del locutor comenzó a parecerme apocalíptico —la otra opción es que se tratase de un acento portugués muy cerrado, sin más—. Elsa había conseguido infundir en mí un pánico irracional, pero no pensaba detenerme. Si Portugal no me quería, que viniese él mismo a decírmelo.

A veces unos cuantos indicios bastan para hacerte entender que un viaje determinado no es buena idea, pero en este caso todo el azar portugués parecía haber conspirado contra mi presencia en aquel lugar. Coches accidentados en la autopista, vacaciones enfundadas en chalecos reflectantes, ilusiones desparramadas por los márgenes de la carretera. Cuarenta minutos de retenciones en la A3 para poder cruzar Oporto de norte a sur. Caminos alternativos embarrados. El GPS sin señal. Llegué a la casa que habíamos alquilado, donde me esperaban algunos de mis familiares, y me tocó una cama con el somier roto y el colchón desvencijado. Por un momento estuve a punto de rendirme, pero si hay un lugar en el que uno no puede tirar la toalla es Portugal. Son tan baratas que el gesto resulta irrelevante.

A la mañana siguiente, mi cuñado Javier me preguntó si lo acompañaba a hacer algunas fotos a la playa. Elsa ya se había marchado, pero comenzaba a aproximarse el temporal Fabien. Seguía lloviendo, hacía frío y el cielo estaba oscuro, pero no más que cualquier día de buen tiempo en Galicia. Desabrigándonos un poco, lo podíamos aguantar. Javi cogió sus cámaras y salimos a la calle en dirección a la playa. Recorrimos el paseo marítimo hasta una zona despejada y nos apostamos tras la barandilla de una pasarela de madera que hacía las veces de mirador frente al Atlántico. Javi fotografiaba la mañana y yo fumaba contemplando el mar. Una señora paseaba tranquilamente por la arena con su perro. El mundo estaba más o menos en calma. Por fin Portugal parecía dejarme en paz.

De repente, una ola gigante surgida de la nada barrió la playa entera hasta donde nos encontrábamos, embistiéndonos con rabia y llevándose consigo parte de la pasarela de madera. Yo caí al agua, donde la señora se esforzaba por mantenerse a flote sin soltar la correa de su perro. El agua nos lanzaba con violencia una y otra vez contra el paseo marítimo. Alguien podría pensar que Fabien acababa de hacer su aparición sin previo aviso, pero en realidad era Portugal tratando de asesinarme. Prescindiendo de intermediarios. Me la tenía jurada y no pensaba echarse atrás.

Por fortuna, mi cuñado Javi no solo es un gran fotógrafo, sino también un tipo de lo más imprudente. Lanzó sus cámaras hacia tierra firme y, sin pensárselo dos veces, saltó al agua para rescatarnos a la señora, al perro y a mí. Por ese orden. Volvimos a la casa con la ropa y la moral empapadas y, después de meditarlo un rato, comprendí que debía abandonar aquel lugar. "¿Te das por vencido, entonces?", me preguntó mi cuñado después de explicarle la situación. "En absoluto —le contesté—, pero ahora mismo creo que solo hay un lugar de Portugal donde me sentiría a salvo: El Corte Inglés de Vigo". Y me marché sin mirar atrás, consciente de que esta batalla no ha hecho más que comenzar.