Blog | Que parezca un accidente

Dejar de fumar

SUCEDIÓ durante unas vacaciones, hace exactamente dos o tres años. Cuatro, quizá. Era verano y estábamos descansando en el chiringuito de una playa cercana a Póvoa de Varzim, en la Costa Verde de Portugal. Pocas cosas resultan tan agotadoras como dedicar todo el día a no hacer nada. Rober se acercó a la barra a por unas cervezas y, con el cambio, aprovechó y compró tabaco. Se sentó de nuevo con nosotros y todos nos encendimos un cigarro. "Fumar provoca o envelhecimento da pele", profetizaba en portugués la cajetilla desde el centro de la mesa. Rodrigo la cogió y la observó un rato con desdén mientras exhalaba bocanadas lentas y satisfechas de humo, como si estuviese considerando la gravedad de la advertencia. "Menos mal que nos informan de que fumar perjudica gravemente la salud o provoca el envejecimiento de la piel -dijo al depositar la cajetilla de nuevo sobre la mesa-. Yo creía que contribuía a elevar mis niveles de calcio".

Creo que ese fue el momento exacto en el que decidí dejar de fumar. No por la aguda ironía de Rodrigo -quien acto seguido cogió un bolígrafo y garabateó sobre el cartón hasta transformar la frase en "Fumar provoca o envelhecimiento do Pelé", añadiendo el dibujo de un Pelé triste al lado-, sino porque, por primera vez, las molestas amenazas de las cajetillas habían logrado intimidarme. "Fumar mata", repetía mentalmente una y otra vez como si hasta entonces aquellas palabras hubiesen significado cualquier otra cosa. Como si, de algún modo, la frase siempre hubiese estado mal construida. "Fumar mata". Había empezado a ser consciente, de un momento a otro, de que me estaba gastando un dineral en aspirar el humo de hierbas secas y quemadas que, para colmo, acababan con mi salud. La decisión estaba tomada. Aquella estupidez se había terminado.

Y así estuve los siguientes dos o tres años. Cuatro, quizá. Dejando de fumar. Era algo que estaba sucediendo. Un proceso que ocurría día tras día y que podría concluir en cualquier instante, si no fuese por el minúsculo detalle de que todavía no había comenzado.

Escribir sin fumar es como conducir un coche eléctrico

Es difícil dejar de fumar. Condenadamente difícil. No fumar constituye un futuro ideal que puede llegar a obsesionarte, pero también un pasado. Esta columna, de hecho, iba a tratar sobre la selectividad. Me he sentado frente al ordenador, he repasado las ideas sueltas que había anotado y clavado en el corcho los días anteriores, he cogido el mechero que me regaló mi cuñada y que decora una de las esquinas de mi mesa coqueteando con el abismo y, justo en ese preciso momento, he recordado con terror que hace dos semanas que he dejado el tabaco. Que desde hace catorce días vivo sin fumar. Que escribo sin fumar. Y ha sido espeluznante.

Muchas de estas columnas, de hecho, las escribía el tabaco. Yo me limitaba a teclear a ciegas tras una espesura de humo nervioso hasta que, al disiparse éste, el texto aparecía inédito ante mí. No había ni una sola duda que no se solucionase sola llevándola conmigo al balcón y fumándonos juntos un cigarro mientras contemplábamos el horizonte. En ocasiones bastaba incluso con bajar a comprar tabaco. Posponía cualquier problema, salía a la calle a por cigarrillos y, en algún punto entre el portal y el estanco, me daba de bruces con la solución. Era fantástico.

Escribir sin fumar, sin una calada pensativa cada dos o tres frases, sin un cenicero humeante al lado del ordenador es como conducir un coche eléctrico. Se parece a conducir. Es, desde luego, mucho más sano y más barato. Cumple su función, que es desplazarte de un punto determinado a otro punto. Pero que me atropellen con uno de ellos si conducir un coche eléctrico es lo mismo que conducir.

Podría vivir sin tabaco pero me cuesta escribir sin fumar. Sin el tacto suave y agradable del humo destrozándome los pulmones. Sin embargo no me queda otro remedio porque fumar mata. Se toma su tiempo, pero mata. Y aunque de algo hay que morir, no me gustaría que mi muerte tuviese nada, absolutamente nada que ver con el tabaco. Así que diseñé un plan perfecto para abandonar el que, en mi opinión -y he tenido muchos-, es el más adictivo de todos los vicios.

La idea era sencilla: determinaría cuántos cigarros me fumaba diariamente e iría restando uno todos los días hasta llegar a cero. Al principio no lo notaría. Da lo mismo veinte que veintidós. Poco a poco empezaría a advertir que se terminaban muy temprano y decidiría administrarlos mejor. Después de tres semanas, ya sólo me fumaría uno por la mañana y otro por la noche. Y el último día, a la hora que más me apeteciese hacerlo, me encendería mi último cigarrillo.

Lo intenté varias veces y varias veces volví a empezar. Había un punto crítico que no conseguía superar y siempre me venía abajo. Por fin, decidí que habría un período central de tregua. Una etapa de tres días durante los cuales se me permitía mantener la misma cantidad diaria de cigarrillos a modo de rellano en mitad de la pendiente. Inicié de nuevo el proceso, comencé a restar un cigarrillo diario desde el principio, reduje la cantidad a la mitad, llegué pletórico al intervalo de reposo dispuesto a renunciar a uno de los tres días de bonificación, y entonces contraje una gripe que me mantuvo en cama y sin fumar durante cuatro o cinco días.

Supongo que a veces hay que planear las cosas al detalle para que, con un poco de suerte, salgan sin querer. No me hizo falta seguir con el plan. Desde que me recuperé no he vuelto a fumar, y aunque ahora tengo que escribir yo mismo mis columnas, creo que ha merecido la pena. Sin ir más lejos, y más allá de lo saludable que resulta esta carestía, en solo dos semanas ya me he ahorrado casi cien euros. Menudo potosí habré amasado en unos meses. Me froto las manos pensando en la de cartones y cartones de tabaco que me podré comprar con ese dinero dentro de nada, en cuanto vuelva a fumar.

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