Blog | Que parezca un accidente

Derecho a rascarse el culo

HACE UN PAR DE SEMANAS, una foto recorrió casi todos los ángulos de las redes sociales de forma vertiginosa en apenas un par de horas. Aparecía en un lado y al momento ya estaba en otro. Rebotaba contra todas partes, como una bola de pinball.

Era una foto de Russell Crowe en el aeropuerto de Sidney, vistiendo un polo azul marino y un chándal negro, y en ella se podía apreciar cómo el actor había introducido su mano por la parte de atrás del pantalón del chándal con intenciones lenitivas. Es decir, se veía cómo Russell Crowe se estaba rascando el culo. Se veía cómo se estaba rascando generosamente la nalga derecha. De forma pública y notoria. Y a un buen número de usuarios de las redes sociales, como no podría ser de otra manera, aquello le pareció fatal. Habrase visto. Con lo que este hombre ha sido. Qué imagen tan desafortunada.

El viernes pasado, en el aeropuerto de Barajas, esperando a que nos permitiesen embarcar, sentí con cierta inquietud cómo comenzaba a picarme el culo. Era un picor pequeñito pero inmoderado, que a los pocos segundos ya lo ocupaba todo en mi vida. Como el peor de los presagios. Pero, ay, madre mía, cómo me picaba el culo. Ya me daba igual embarcar o quedarme para siempre haciendo cola en la T4. Lo único que yo quería era rascarme, pero no había forma discreta de hacerlo.

Para aliviarme tendría que meter mi mano por dentro de los vaqueros, pero era inevitable que alguien me sorprendiese haciéndolo. Estaba de segundo en la cola prioritaria para embarcar. Tenía un montón de gente detrás. Gente de pie y gente sentada. Gente aburrida, deseosa de pillar a alguien rascándose el culo. Tampoco podía ausentarme de la fila para ir al cuarto de baño y rascarme allí las posaderas a placer. Como he dicho, ocupaba el segundo lugar en la cola. Mi esfuerzo me había costado llegar tan temprano al aeropuerto para ser mejor que los demás.

Y me di cuenta de lo injusto que resultaba aquello. De lo poco razonable que era la situación en la que me encontraba. ¿Por qué habría de parecerle mal a nadie que yo me frotase una nalga en público? Rascarse el culo es algo que, en un momento u otro, todo el mundo tiene que hacer. ¿A qué venía entonces aquella prevención con respecto a un acto tan natural? ¿De dónde provenía semejante censura?

El primer motivo que vino a mi cabeza fue el más obvio: no es apropiado rascarse el culo porque está feo. Muy bien. ¿Pero quién decide qué está feo y qué no lo está? Lo que a uno le parece feo, a otro le puede resultar bellísimo. Era una razón demasiado subjetiva como para tenerla en consideración. A continuación pensé en que podría tratarse de una grosería. No obstante, ¿por qué habría de serlo, si yo no molesto a nadie? Grosero sería ponerse a cantar reggaetón a voz en grito, por ejemplo, y mortificar a docenas de personas a mi alrededor. O interrumpir a alguien con un sonoro pedo, como cuentan que hizo Cela en el Senado. Debía de haber otro motivo.

No tardé en comprender que la razón por la que uno no debe rascarse el culo en público es que semejante maniobra puede ofender a alguien. O mejor dicho, alguien puede sentirse ofendido. Y es que, tristemente, ese es uno de los motivos principales por los que más medimos nuestros actos hoy en día. Para no ofender a los demás. Y es algo que me desconcierta especialmente, ya que a mí no me ofende nada de lo que otro pueda decir o hacer.

Si alguien comenta de mí algo que es cierto, no comprendo cómo podría ofenderme. Y si comenta algo que es falso, menos aún. La ofensa es un concepto que se me escapa. Si a uno le incomodan hasta lo inadmisible los actos o las palabras de otra persona, basta con ignorarla. Y cada uno por su lado. Por supuesto que es natural seguir las reglas de la cortesía. Procurar no ser maleducado. Una cosa es ser sincero, por ejemplo, y otra es ser idiota. Pero más allá de eso, una vez cumplido nuestro deber con el civismo, dejar de hacer algo porque alguien podría sentirse ofendido me parece el más incomprensible de los disparates.

Por no ofender a alguien, nos callamos según qué cosas y dejamos de hacer según qué otras. Cosas que sería pertinente decir o hacer. Acciones que unas normas de urbanidad sensatas jamás podrían desaconsejar. Es absurdo que Russell Crowe no pueda rascarse el culo si le pica. Pobre hombre. Y si lo hace, es absurdo reprobarlo por ello.

Un asunto bien distinto es que se presente en un aeropuerto vistiendo un chándal de color negro con un polo azul marino. Eso sí supera todos los límites de lo tolerable. Qué menos que tener un poco de decencia, señor Crowe... Cuánto me alegro de que no le dieran el Óscar por ‘Una mente maravillosa’. Si John Nash lo llega a ver a usted con esas pintas, el pobre creería estar de nuevo alucinando.