Blog | Que parezca un accidente

La desgracia de ser hijo único

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA

LO COMPRUEBO CADA DÍA al observar la vida de mis hijas, mientras asisto como espectador —y también como árbitro— a su íntima e inevitable relación de convivencia. Para Julia, la mayor, todo ha cambiado desde que llegó a casa su hermana pequeña. Quizá no tanto al principio, cuando la existencia de ambas transcurría en órbitas distintas, pero ahora que Candela está a punto de cumplir un año y medio, Julia es consciente de que comparte con ella un universo común que gira al mismo tiempo alrededor de las dos. Ahora la vida es un lugar distinto en el que su hermana la acompaña a todas horas. Para jugar, para comer, para bañarse, para dormir. Candela ya la entiende, ya le contesta, ya interactúa con ella. Y poco a poco va llenando su mundo de experiencias que, de haber seguido sola, jamás viviría.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAA todos los que tenemos un hermano pequeño nos ocurrió lo mismo. De pronto supimos lo que era verse obligado a renunciar a una parte de tu espacio y de tus cosas, comprobar cómo un recién llegado te las quitaba de las manos mientras tú estabas entreteniéndote con ellas y cómo tus padres, para colmo, te decían además que había que aprender a compartir. Unos padres que de repente ya no estaban siempre de tu parte. Hasta que apareció en escena el nuevo, tu casa era tu feudo. Esos padres embobados contigo hacían todo lo que tú quisieras, se desvivían porque estuvieras cómodo y feliz. El sofá entero estaba a tu disposición, en la televisión se ponía lo que a ti te daba la gana, en la bañera te relajabas solo y a tus anchas. Desde el día en que llegó a casa el otro, incluso la atención de los adultos empezó a repartirse entre él y tú, siendo distribuida en ocasiones de forma manifiestamente injusta, puesto que el advenedizo pasó a llevarse de golpe la mayor parte de aquellas carantoñas y arrumacos que antes te correspondían en exclusiva.

Los hijos únicos crecen desconociendo algunas de las vivencias que solamente se pueden tener gracias a un hermano. Aquellas que nacen de la proximidad y la cotidianidad. Como por ejemplo, el intento de fratricidio. Recuerdo el día que descubrí a mi hermano pequeño lanzando a las crías recién nacidas de nuestra gata por encima de la verja de la casa para que un perro enorme que estaba al otro lado diera cuenta de ellas —esas cosas tampoco me pasaban cuando no existía mi hermano—. Corrí enfurecido hacia él sin que se diese cuenta, poseído por un intachable sentimiento de justicia y de venganza, y le solté una patada en el culo que provocó que se tambalease y se cayese al suelo justo cuando estaba a punto de arrojarle al perro otro gatito.

Sobre el barro, junto a su cara, descubrió unas tijeras de podar con las que mi madre había estado adecentando los rosales minutos antes, e inmediatamente se levantó con ellas en la mano y me miró con los ojos inyectados en puro amor fraternal. Yo salí huyendo, pero él cogió impulso y me lanzó con todas sus fuerzas aquellas tijeras, que pasaron entre mis piernas seccionándome el gemelo derecho. De haberlas lanzado con más fuerza o haber corrido yo un poco menos, me las habría clavado en la nuca. Una experiencia que jamás habría vivido de no haber tenido un hermano pequeño.

En otra ocasión, mi hermano cerró de golpe la puerta de casa justo cuando yo estaba apoyado tranquilamente en el quicio. Como resultado, la mitad del dedo corazón de mi mano izquierda quedó colgando de la otra mitad por una pequeña porción de tejido, apenas por un pellejo, lo que me obligó a ir sujetando la parte colgante con la otra mano durante todo el trayecto hasta el hospital, como quien sostiene el cuello roto de un pájaro muerto. También me partió en la espalda una guitarra acústica durante una amistosa riña entre hermanos, fisurándome una costilla y causando una valiosa baja en mi humilde colección de dos guitarras. Fueron muchas las veces que pude sentir el dolor, la impotencia, el calor de la sangre brotando abundantemente de alguna de mis extremidades, y todo ello fue posible gracias a que mis padres decidieron tener otro hijo. Mi infancia habría estado incompleta de no haber sido así.

"Pobrecito, es hijo único". Es algo que se escucha muy a menudo. Y no me extraña. Compadezco a todos esos niños y niñas que no saben qué se siente cuando tu hermano te roba los juguetes, cuando te destroza el dibujo que llevas una hora haciendo, cuando se come tus chucherías, cuando te destroza una guitarra en la espalda, cuando te amputa una falange o cuando te siega el gemelo con unas tijeras de podar. Son muchas las experiencias que los hijos únicos se quedan sin vivir. Y nadie podrá compensárselo nunca. Es una verdadera desgracia.

Comentarios