Blog | Que parezca un accidente

Dos besos… o no

Siempre ha habido imponderables. Esta semana le pregunté a un electricista cuánto me cobraría por instalar una toma de corriente junto al zócalo del pasillo, teniendo en cuenta que en la parte superior de la pared hay una caja de derivación desde la que se podría traer un cable. Me indicó cuál era el precio del enchufe de superficie, el de la canaleta, el del propio cable de corriente en función de los metros, y a continuación añadió: "A lo que habría que sumar la mano de obra". Me mantuve observándolo en silencio durante unos segundos, creyendo que estaría calculando mentalmente una cifra para finalizar su exposición y ofrecerme el coste aproximado de la operación, pero su conclusión fue un poco menos específica. Al cabo de un rato, dijo: "En total, pues no lo sé... Depende. Habría que verlo". 

MARUXA

Mentalmente, exclamé: "¡Bravo!". Su estimación era que "habría que verlo", que es algo así como decir: "Si quiere usted saberlo, pregúnteselo a alguien". ¡Qué magnífica idea! Me pareció una respuesta inapelable. Yo acudí a un profesional para preguntarle cuánto me podría costar un determinado servicio y él me contestó que habría que verlo. Como ese chiste en el que un paciente llama a su médico para explicarle que sufre una serie de síntomas terribles y el doctor, muy preocupado, le responde: "Pues debería usted hacérselo mirar". Aquel hombre podría haberme contestado "algo costará" y habría sido exactamente lo mismo. Le faltó añadir: "Para salir de dudas, quizá debería consultarlo usted con un electricista". 

Siempre ha habido asuntos cuya resolución o desarrollo no se pueden predecir, situaciones a las que es imposible adelantarse. Es algo a lo que estamos acostumbrados y lo hemos aceptado. No saber de antemano cuánto te cobrará un profesional que va a ir tu casa a realizar una instalación es algo natural que viene sucediendo desde siempre —el argumento de la mitad de las películas porno que se han realizado a lo largo de la historia se basa en esa premisa fundamental—. Crecemos aprendiendo que el mundo se divide en zonas de suelo firme, sobre las que uno puede pisar con seguridad, sin sorpresas, y zonas de arenas movedizas, en las que nadie sabe muy bien cómo desenvolverse. Y desde el covid-19 hay una nueva zona viscosa a tener en cuenta: el saludo. 

Hace unos días me presentaron a unas personas en un contexto informal. Y me di cuenta, cuando iba a darle dos besos a una de las chicas, que reculó un poco con el cuerpo e incluso dio un paso hacia atrás. Afortunadamente, yo he dejado atrás la pandemia desde el punto de vista psicológico y emocional. He vuelto a hacer la misma vida de antes; salgo de copas, voy a cenar, visito a mis amigos con normalidad. He regresado a 2019 en lo que se refiere a la vida social y sus ceremonias. Pero entiendo que no todo el mundo está superando esto al mismo ritmo; que cada uno va a su velocidad. A mí me enseñaron que lo educado, cuando a uno le presentan a una mujer, es dar dos besos. Y entiendo que haya gente a la que ahora le dé reparo acercarse tanto a un desconocido o que incluso no se sienta cómoda con ese contacto físico, pero a mí me sale sin querer, de forma natural. En mi imaginación, yo daba otro paso hacia aquella chica y ella volvía a echarse atrás. Yo me acercaba de nuevo y ella retrocedía una vez más —al final, terminábamos corriendo por toda la plaza, como si fuera un sketch de los hermanos Marx—. Lo que hice en realidad fue disculparme y saludar al resto componiendo una sonrisa indecisa mientras levantaba la mano. 

Me encontré con un viejo conocido anteayer que, a medida que se acercaba a mí, iba ofreciéndome su codo. Resulta asombroso que llegásemos a normalizar esa estampa... ¿Se suponía que tenía que juntar mi codo con el suyo? Mi intención era darle un apretón de manos, unas palmaditas en la espalda, incluso dos besos. Todas esas opciones entran dentro de lo razonable, según mis esquemas, pero lo del codo no. Mientras conversaba con él imaginé que pasarían los años y aquel buen hombre seguiría enseñándole el codo a la gente. Y las nuevas generaciones no lo entenderían y lo llamarían «el tío del codo». Lo consideré un apodo apropiado. No me queda más remedio que asumir que algunas personas prefieren abandonar para siempre determinados protocolos sociales que implican contacto físico. El saludo ha pasado a ser una de esas zonas movedizas en las que uno no sabe muy bien cómo pisar ni qué va a suceder. Un nuevo imponderable. De ahora en adelante, cuando a uno le presenten a alguien, lo razonable será negociar a priori una forma específica de saludarse, para que todo quede bien claro de antemano. Por suerte, yo sé exactamente cuál será mi respuesta en esos casos: "No lo sé, depende. Habría que verlo". Y ya se verá.

Comentarios