Blog | Que parezca un accidente

El culo impostor

LO PRIMERO QUE hizo Martin Guerre cuando por fin regresó a su casa en Artigat, tras permanecer ocho años en paradero desconocido, fue saludar a su esposa Bertrande. Lo hizo de forma cálida, con emoción y cariño. Y ella le correspondió. Saludarse de un modo apropiado es el primer paso para todo lo que venga a continuación. Es importante saber saludarse cuando tu marido lleva casi una década fugado. Igual de importante que es saber saludar a alguien al que acabas de conocer y a quien ves por primera vez. Como era el caso de Bertrande y ese tipo que apareció en su casa aquel día en Artigat. Porque su aspecto era idéntico al de su marido, hablaba como su marido y contaba las mismas historias que su marido, pero no se trataba de Martin Guerre, sino de un impostor.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MX

Esta es una historia real. Parece el argumento de un cuento de Borges, pero no hay ficción en este relato. Aquel hombre que decía ser Martin Guerre conocía los detalles de su pasado, era de su misma estatura, tenía la misma cicatriz en la frente, el mismo defecto en los dientes, la misma mancha en su oreja izquierda. Habían pasado ocho años, en su rostro se notaba el paso del tiempo, pero Bertrande estaba convencida de que se trataba de su marido. Como también lo estaba la familia de Martin: sus cuatro hermanos y su tío Pierre.

La vida en Artigat desde el falso regreso de Guerre era plácida, sin sobresaltos. Pasaron los años. Bertrande y él tuvieron dos hijas. En su casa reinaba la paz. Pero todo cambió el día que el nuevo Martin Guerre reclamó la herencia de su padre, fallecido durante su ausencia. Su tío Pierre comenzó a sospechar de sus intenciones, realizó algunas investigaciones y descubrió que Martin había perdido una pierna durante la guerra. Continuó sus pesquisas y averiguó que el hombre que había aparecido en Artigat podría llamarse en realidad Arnaud du Tilh, vecino de un pueblo cercano y conocido como "Pansette", quien, al ser confundido varias veces con Martin Guerre, habría decidido informarse a fondo sobre su vida y presentarse en su casa para suplantarlo.

El asunto llegó a juicio poco después. A Bertrande se le preguntó por varios asuntos de la vida íntima con su marido antes de su desaparición, y su descripción coincidió con la detallada por el acusado. Más de ciento cincuenta testigos fueron interrogados y la mayoría declararon que aquel hombre era Martin Guerre. Incluidos sus cuatro hermanos. Él pidió la palabra y, dirigiéndose a Bertrande, manifestó que aceptaría ser ejecutado si ella juraba que él no era su marido. Y ella guardó silencio.

Fue entonces cuando se abrieron las puertas y un hombre con una pierna de madera entró en la sala. Presentaba un aspecto demacrado. Había servido en el ejército de Pedro de Mendoza en España y en la campaña de Flandes, pero al verlo de cerca, nadie dudó de su identidad. Se trataba del auténtico Martin Guerre. Cuatro días más tarde, Arnaud du Tilh fue colgado delante de la casa de Guerre, en Artigat.

Esta historia de sosias —en la que se inspira la película Sommersby, de Jon Amiel— me recuerda que en mi barrio hay un chico con el que mucha gente me confunde. Es algo de lo que me percaté en cuanto me mudé aquí. Algunos vecinos me saludaban por la calle llamándome por su nombre. Otros me paraban y, creyendo hablar con él, se interesaban por temas que yo desconocía. Llegó a ocurrir con tanta frecuencia que al final me acostumbré al equívoco. Empecé a devolver el saludo como si fuese él. Incluso llegué a mantener conversaciones con una señora que me preguntaba por mis hijos, refiriéndose a los hijos de ese otro chico. "Pues se encuentran muy bien, siguen tan traviesos como siempre, ya los conoces". Y hasta la próxima.

Una tarde entré en el bar de la plaza que hay en mi calle para comprar tabaco. Como siempre, pedí que me activasen la máquina, introduje las monedas, pulsé el botón y una cajetilla cayó en la bandeja inferior. Me agaché para recogerla y, en ese momento, sin previo aviso, alguien deslizó su mano por el interior de mis pantalones y mi ropa interior, pellizcándome una nalga y manoseándome el culo. Me enderecé y di media vuelta de un salto, como impulsado por un resorte, para comprobar quién osaba sobarme los bajos.

Al ver mi cara, la persona que se encontraba detrás de mí se quedó paralizada. Se ruborizó y abrió la boca sin decir nada. Al cabo de unos segundos balbuceó una disculpa que se apoyaba en un malentendido: creyó que yo era el otro. Se trataba de un amigo suyo que, como tantos otros, me había confundido con él. Por eso reaccionó con incredulidad y bochorno. Me pidió perdón y desapareció al instante calle abajo. Me quedaron ganas de decirle que aprobaba la forma en que había querido saludar a su amigo. Al fin y al cabo, saludarse de un modo apropiado es el primer paso para todo lo que venga a continuación.

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