Blog | Que parezca un accidente

El éxito

 ERA UNA CASA magnífica. Se había construido en la roca, sobre los restos sinuosos de una antigua cantera de rofe y entre las asimetrías de la piedra volcánica. Sus formas eran curvadas y se adaptaban a los contornos de lava de un modo orgánico, casi animal. Los tonos pálidos de sus muros y fachadas, así como sus estanques y jardines, evocaban "las historias de Las mil y una noches", como todavía reza el cartel que hay a su entrada. Había en ella algo salvaje, tal vez cierta clase de atracción femenina y fatal, que la hacía irresistible.

Tal es así que Omar Sharif no pudo hacer otra cosa que adquirirla nada más verla. Se encontraba en Lanzarote en 1973 rodando La isla misteriosa cuando descubrió la edificación, obra del arquitecto César Manrique, y comprendió que debía ser suya. Sharif, que sabía que a veces uno no tiene más remedio que seguir impulsos de los que algún día poder arrepentirse, compró inmediatamente la casa y, alentado por el agente inmobiliario que se la había vendido, decidió inaugurarla esa misma noche organizando en su salón una partida de bridge.

Lo primero que apuesta cualquier jugador inexperto, lo que coloca sobre la mesa nada más comenzar, es su orgullo. Es lo que menos cuesta arriesgar y lo que más duele perder. Un instinto primario que suele conducir a la ruina. Aquella noche los ánimos se fueron caldeando y las cantidades en juego comenzaron a ascender hasta lo indecente. En toda partida llega un momento en el que la suerte te sonríe y sabes que no puedes perder. En el que estás convencido de que las cartas, por fin, están de tu lado. El buen jugador sabe que es el momento de dejar de jugar. De levantarse de la mesa y abandonar. Sharif ignoraba esta regla y, creyendo que la siguiente mano siempre sería la buena, terminó perdiendo la casa. La misma que acababa de comprar aquella misma mañana.

Jamás regresaría a Lanzarote. Pocas cosas limitan tanto como las cicatrices en el orgullo. Las repasas despacio con la yema del dedo y tu memoria se estremece, como cuando cambia el tiempo y te duelen los huesos. La cosa, claro, se agrava cuando descubres que el agente inmobiliario que te vendió la casa y te la ganó esa misma noche durante una partida de cartas que él mismo te animó a celebrar es campeón de Europa de bridge. Entonces, en lugar de una cicatriz en el orgullo, conservas una herida abierta para siempre. Por gilipollas.

Pero cualquier desgracia, por grande o pequeña que sea, esconde en el fondo algo de fortuna. Un buen ejemplo de ello es la vida de Pierre Goldman, célebre delincuente y escritor francés. Nacido en plena segunda guerra mundial en el seno de una familia judía de origen polaco colaboradora de La Résistance, con 24 años Goldman se alista en la guerrilla venezolana de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional tras una adolescencia marcada por su militancia en las juventudes comunistas francesas. Desencantado, regresa a Francia al año siguiente y, al carecer de recursos para sobrevivir, decide ganarse la vida honradamente y atraca una farmacia, una boutique y a un funcionario del estado. Coincidiendo en el tiempo con sus fechorías, dos farmacéuticas fueron asesinadas en el atraco a una segunda farmacia, y un policía de paisano que se encontraba en el establecimiento identificó a Goldman como autor del delito. En el juicio, Pierre reconoció su participación en los otros tres robos, negando haber tenido nada que ver con los asesinatos, sin embargo la testificación del policía fue suficiente para condenarlo a cadena perpetua. Años más tarde, tras anularse la sentencia en la Corte de Casación, se celebraría un segundo juicio en el que Goldman fue por fin hallado inocente, pero su estancia por error en prisión ya era entonces una desgracia personal irreparable. Y sin embargo aquí es donde precisamente interviene la artería de la casualidad. Fue en la cárcel, con toda la vida por delante, donde Pierre escribió su primera novela, Recuerdos oscuros de un judío polaco nacido en Francia, obra que le convertiría en un escritor de renombre y gran éxito comercial. De no haber sido por la adversidad, si la vida no le hubiese hecho tropezar, la suya no habría sido nada más que la historia de un delincuente desafortunado. En palabras de los hermanos Wachowski, a través de Morfeo, "el destino, al parecer, no está carente de cierta ironía".

De hecho, no son pocas las ocasiones en las que el fracaso es solo una sutil perspectiva del éxito. Al Pacino, considerado como uno de los mejores actores de siempre, rechazó en su momento interpretar el papel de Han Solo en Star Wars porque "no entendía el guión". Tampoco debieron de convencerle los de Pretty Woman, Apocalypse Now, Sospechosos habituales y Uno de los nuestros, puesto que también los repudió. Cualquier actor que hubiese desperdiciado la ocasión de ser Harrison Ford, Marlon Brando, Martin Sheen, Kevin Spacey o Robert de Niro en esas películas sería considerado un fracasado. Un pobre diablo equivalente a Ralph Macchio, que tras Karate Kid descartó interpretar a Marty McFly en Regreso al futuro y se hundió para siempre en el abismo. Al Pacino, sin embargo, y contra todo pronóstico, es Al Pacino. Pudo permitirse desechar algunos de los papeles más reconocibles de la historia del cine y aún así seguir formando parte del Olimpo, en el mismo sentido en que George Orwell se alegraba de haber recibido un balazo o en que Messi ha pagado 53 millones de euros a Hacienda y aún así sigue siendo rico. Cuántos habrá a los que una deuda semejante los arruinaría.

Omar Sharif es un tipo que, en una partida de cartas, perdió la mejor casa del mundo el mismo día que se la compró y contra el mismo el agente inmobiliario que se la vendió. Tal vez semejante derrota sea la definición gráfica del fracaso. Junto con Lester Burnham al principio de American Beauty, la imagen del perfecto fracasado. Sin embargo, con el paso del tiempo, en época de vacas flacas, cuando Omar Sharif repasó su vida recordando sus mejores momentos, probablemente pensó en el día en que perdió una mansión en una partida de bridge. En aquellos años en los que se podía permitir perder una mansión en una partida de bridge. Y seguro que entonces sonrió. Porque tal vez el éxito, en efecto, no sea otra cosa que eso.

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