Blog | Que parezca un accidente

Historia de la tele

ANOCHE, después de uno de esos días terribles y agotadores en los que te pasas las horas pensando en todo lo que tienes que hacer, pero no haces nada, me derrumbé dramáticamente en el sofá del salón y me di cuenta de que no alcanzaba el mando a distancia de la tele. Ni con la mano ni con el pie. Una de mis muchas tragedias privadas. De mis insignificantes y discretas catástrofes cotidianas. No me siento orgulloso de lo que ocurrió a continuación, pero eso no significa que me haya propuesto no volver a hacerlo: llamé con urgencia a mi hija, que jugaba distraída en la habitación de al lado, y para evitar incorporarme o estirarme apenas unos centímetros más, le pedí que me acercase el mando. A pesar de que para ella todo aquello no debía de ser más que un juego, yo me vi obligado a reconfortar mi alma pensando que la vida moderna ha traído consigo nuevas formas de ver la tele. Sin más. Aunque eso implique tener que aprovechar la paternidad a mi favor. Lo nunca visto.

La teleMi propia hija, sin ir más lejos, ve la tele como a ella le da la gana. Es el signo de los tiempos. Ignoro qué clase de brujería se esconde detrás de esa precoz habilidad, qué extrañas artes oscuras guían su dedo índice por la pantalla de cualquier pantalla táctil, pero cada mañana observo cómo entra con naturalidad en su canal favorito de dibujos animados desde mi teléfono, desliza unos cuantos vídeos hasta dar con uno de su agrado, lo selecciona para que se reproduzca en el televisor del salón y se pone a verlo casi con desgana, recostada en el sofá mientras bebe un vaso de leche y mordisquea alguna galleta, como si llevase cuarenta años haciéndolo a diario. Supongo que hay rutinas que nunca cambian, aunque comenzasen anteayer.

Hubo un tiempo en que en mi casa se veía la tele porque estaba yo allí, dispuesto a levantarme y a sentarme y a volverme a levantar para cambiar de canal entre la 1, la 2 y la TVG porque mi madre, valiéndose de su primogénito, había inventado el zapping sin mando a distancia. "Mira a ver qué ponen ahora en la gallega", me decía escasos minutos después de haberme enviado a comprobar lo que emitían en aquel otro canal que años atrás se había llamado UHF. "Manueliño, pon la 2 o vete a tu cuarto, que este programa es de dos rombos", decidía un poco más tarde, en el momento en el que Ángel Casas terminaba su entrevista semanal y daba paso a una señorita que entraba en el plató y se desnudaba sin motivo aparente delante de la cámara, lo que resultaba especialmente estimulante cuando observabas el proceso a través de una rendija mientras tus padres creían que estabas en cama leyendo Los Cinco en las Rocas del Diablo. Los dos rombos habían muerto hacía casi una década pero seguían muy vivos en mi salón y, totalmente a oscuras, al otro lado de la puerta, en el pantalón de mi pijama.

Cuando llegué a la universidad ya existía el mando a distancia, el vídeo e incluso internet, pero el casero de mi primer piso de estudiantes se había encasquillado en mil novecientos ochenta y pico y el mando de nuestra tele era el palo de una escoba atado al palo de una fregona con el que pulsabas los botones de un televisor Grundig que hacía veinte años, probablemente, había sido el no va más, pero que poco a poco se había ido desmoronando y en los albores del nuevo siglo todavía se resistía a lo inevitable. Como el casero de nuestro piso. Yo me había acostumbrado a ver la tele por las noches en la habitación, así que me hice con un aparato portátil con el que, tras blandir sus antenas durante media hora hasta desarmar al universo, podías llegar a sintonizar un eco remoto y en blanco y negro de Crónicas Marcianas. Ver la tele, hasta no hace demasiado tiempo, tenía mucho más que ver con el noble arte de la esgrima que con lanzar el último capítulo de La resistencia desde tu teléfono al televisor.

Y así han ido pasando los años, de novedad en novedad, de adelanto en adelanto, cambiando pantallas de tubo por pantallas planas, moles enormes por tecnología ultraligera, aparatos en blanco y negro por televisores en los que puedes acceder a YouTube, descargar videojuegos, pedir comida a domicilio y publicar algo en Facebook. La historia de la tele, es decir, de mis teles, es la historia de mi vida. Y ahora también empieza a ser la de mi hija Julia. Ella ha comenzado a manejar su propia televisión a través de una aplicación de dibujos en mi móvil. Yo sigo viendo la mía a la antigua usanza, con el clásico mando a distancia. Anoche, cuando la llamé para que viniese al salón y me lo alcanzase, se quedó mirándome desde el otro lado de la mesa y dijo: "Papá, levántate tú". Y acto seguido, se marchó. Supongo que hay rutinas que, a pesar de todo, nunca cambian. Aunque comenzasen anteayer.

ANOCHE, después de uno de esos días terribles y agotadores en los que te pasas las horas pensando en todo lo que tienes que hacer, pero no haces nada, me derrumbé dramáticamente en el sofá del salón y me di cuenta de que no alcanzaba el mando a distancia de la tele. Ni con la mano ni con el pie. Una de mis muchas tragedias privadas. De mis insignificantes y discretas catástrofes cotidianas. No me siento orgulloso de lo que ocurrió a continuación, pero eso no significa que me haya propuesto no volver a hacerlo: llamé con urgencia a mi hija, que jugaba distraída en la habitación de al lado, y para evitar incorporarme o estirarme apenas unos centímetros más, le pedí que me acercase el mando. A pesar de que para ella todo aquello no debía de ser más que un juego, yo me vi obligado a reconfortar mi alma pensando que la vida moderna ha traído consigo nuevas formas de ver la tele. Sin más. Aunque eso implique tener que aprovechar la paternidad a mi favor. Lo nunca visto.

La teleMi propia hija, sin ir más lejos, ve la tele como a ella le da la gana. Es el signo de los tiempos. Ignoro qué clase de brujería se esconde detrás de esa precoz habilidad, qué extrañas artes oscuras guían su dedo índice por la pantalla de cualquier pantalla táctil, pero cada mañana observo cómo entra con naturalidad en su canal favorito de dibujos animados desde mi teléfono, desliza unos cuantos vídeos hasta dar con uno de su agrado, lo selecciona para que se reproduzca en el televisor del salón y se pone a verlo casi con desgana, recostada en el sofá mientras bebe un vaso de leche y mordisquea alguna galleta, como si llevase cuarenta años haciéndolo a diario. Supongo que hay rutinas que nunca cambian, aunque comenzasen anteayer.

Hubo un tiempo en que en mi casa se veía la tele porque estaba yo allí, dispuesto a levantarme y a sentarme y a volverme a levantar para cambiar de canal entre la 1, la 2 y la TVG porque mi madre, valiéndose de su primogénito, había inventado el zapping sin mando a distancia. "Mira a ver qué ponen ahora en la gallega", me decía escasos minutos después de haberme enviado a comprobar lo que emitían en aquel otro canal que años atrás se había llamado UHF. "Manueliño, pon la 2 o vete a tu cuarto, que este programa es de dos rombos", decidía un poco más tarde, en el momento en el que Ángel Casas terminaba su entrevista semanal y daba paso a una señorita que entraba en el plató y se desnudaba sin motivo aparente delante de la cámara, lo que resultaba especialmente estimulante cuando observabas el proceso a través de una rendija mientras tus padres creían que estabas en cama leyendo Los Cinco en las Rocas del Diablo. Los dos rombos habían muerto hacía casi una década pero seguían muy vivos en mi salón y, totalmente a oscuras, al otro lado de la puerta, en el pantalón de mi pijama.

Cuando llegué a la universidad ya existía el mando a distancia, el vídeo e incluso internet, pero el casero de mi primer piso de estudiantes se había encasquillado en mil novecientos ochenta y pico y el mando de nuestra tele era el palo de una escoba atado al palo de una fregona con el que pulsabas los botones de un televisor Grundig que hacía veinte años, probablemente, había sido el no va más, pero que poco a poco se había ido desmoronando y en los albores del nuevo siglo todavía se resistía a lo inevitable. Como el casero de nuestro piso. Yo me había acostumbrado a ver la tele por las noches en la habitación, así que me hice con un aparato portátil con el que, tras blandir sus antenas durante media hora hasta desarmar al universo, podías llegar a sintonizar un eco remoto y en blanco y negro de Crónicas Marcianas. Ver la tele, hasta no hace demasiado tiempo, tenía mucho más que ver con el noble arte de la esgrima que con lanzar el último capítulo de La resistencia desde tu teléfono al televisor.

Y así han ido pasando los años, de novedad en novedad, de adelanto en adelanto, cambiando pantallas de tubo por pantallas planas, moles enormes por tecnología ultraligera, aparatos en blanco y negro por televisores en los que puedes acceder a YouTube, descargar videojuegos, pedir comida a domicilio y publicar algo en Facebook. La historia de la tele, es decir, de mis teles, es la historia de mi vida. Y ahora también empieza a ser la de mi hija Julia. Ella ha comenzado a manejar su propia televisión a través de una aplicación de dibujos en mi móvil. Yo sigo viendo la mía a la antigua usanza, con el clásico mando a distancia. Anoche, cuando la llamé para que viniese al salón y me lo alcanzase, se quedó mirándome desde el otro lado de la mesa y dijo: "Papá, levántate tú". Y acto seguido, se marchó. Supongo que hay rutinas que, a pesar de todo, nunca cambian. Aunque comenzasen anteayer.

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