Blog | Que parezca un accidente

Huir hacia delante

MaruxaA VECES LA universidad consistía en lanzar los dados y observar qué ocurría. A algunos exámenes te presentabas a pecho descubierto, prácticamente desarmado, con la única intención de probar fortuna. Sabías que te jugabas el curso a todo o nada. Si tenías alguna idea de lo que te estaban preguntando, se debía a una sencilla cuestión de azar. Si además conocías la respuesta, se trataba de un milagro.

En el antiguo plan de Derecho no era necesario tomar apuntes, ni presentar trabajos, ni realizar prácticas. Ni siquiera era necesario pisar la facultad. O te sabías el manual o no te lo sabías. Por eso aprobar una asignatura se reducía en ocasiones a un acto de fe. Te presentabas en el aula del examen con las manos en alto y confiabas en tu suerte. Y si ésta te daba la espalda, en lugar de rendirte siempre podías recurrir a la opción más arriesgada de todas: huir hacia adelante.

Mi examen final de Derecho Internacional Público venía encabezado solamente por un epígrafe a modo de pregunta: los pueblos. Había que escribir todo lo que uno supiese sobre los pueblos en el marco del derecho internacional. Hoy en día me parece impensable contemplar cualquier otra posibilidad que no fuese disertar sobre el estatus jurídico del pueblo kurdo, sobre el derecho a la autodeterminación del pueblo escocés, sobre la legitimidad del pueblo saharaui. Sobre el concepto mismo de 'pueblo', en definitiva, entendido como un grupo de personas que constituyen una comunidad basada en una misma cultura y un mismo origen.

Sin embargo yo en aquella época todavía estaba a medio hacer y mi mente dispersa se encaminó sin vacilar hacia los otros pueblos. Hacia las villas pequeñas. Hacia las aldeas. Y el motivo es que no había estudiado una sola página del libro de Derecho Internacional Público. Había llegado al examen como quien entra en un casino a las tres de la mañana con dos copas de más: a trompicones y movido por una corazonada. Por el pálpito irresistible de que el azar estaría de mi lado y, sin saber muy bien cómo, saldría de allí triunfante.

Ya me había ocurrido antes. Había aprobado Derecho Natural improvisando un discurso a partir de un par de artículos de la Constitución. En Historia del Derecho contesté 'Los Decretos de Nueva Planta' independientemente de lo que me preguntaron y alegué que había entendido mal la pregunta. Todavía hoy no sé cómo pudo colar eso. En Filosofía del Derecho me di cuenta de que a cada alumno le preguntaban el tema que venía a continuación en el índice, así que conté cuántos alumnos tenía delante en la fila, hojeé el tema por encima en los quince minutos que tuve y… ¡jackpot otra vez! En total, la suerte estuvo de mi lado en una docena de asignaturas.

Pero con los pueblos no se podía trampear. O te sabías la respuesta o no te sabías. Y yo no me la sabía. Es más, ni siquiera tenía la más mínima idea de qué me estaban preguntando. Mis opciones eran rendirme o huir hacia adelante, así que elegí la segunda. Empecé a rellenar folios componiendo una teoría disparatada sobre cómo las decisiones que se tomaban a nivel municipal influían en los sucesivos niveles administrativos. En el provincial, en el autonómico, en el estatal y, por último, en el europeo. Probablemente, la cosa más estúpida que he escrito en mi vida.

Huir hacia adelante casi nunca es buena idea. Consiste en avanzar ignorando la realidad, desoyendo las advertencias de la lógica, ahogándose cada vez un poco más en el lodo con cada brazada. Es como pedir un crédito y pagarlo solicitando otro crédito mayor, y así hasta que el castillo de naipes se desmorona. Inundar las hojas del examen con aquella idea absurda y escasa, sobre la que no tenía más remedio que volver una y otra vez, sólo servía para tener algo que entregar al terminar. Pero nada más.

Un par de semanas después, el profesor de Derecho Internacional Público me convocó en su despacho. Estaba alucinado. "Ocho folios por las dos caras, señor De Lorenzo; ocho folios por las dos caras", repetía mientras sujetaba mi examen en lo alto y por una esquina, como quien sostiene unos calzoncillos usados. Me explicó que ninguno de sus colegas toleraría aquella tomadura de pelo y que lo normal sería que me suspendiesen, como había hecho él, no permitiendo además que me presentase en septiembre. Se habría acabado el derecho para mí.

"Sin embargo, he de reconocer que encuentro cierto mérito en que haya sido capaz de escribir todo esto sin tener la más remota idea de lo que estaba hablando —dijo a continuación—. Es un despropósito, pero un despropósito bastante ingenioso. Quizá debería usted buscarse un porvenir inventando y escribiendo historias... Nos vemos en septiembre". Y aquella huida hacia adelante, a pesar de todos los despropósitos, todavía continúa su rumbo a día de hoy.