Blog | Que parezca un accidente

La era de Ofiuco

POCAS MENTIRAS encierran tanta verdad como una auténtica superstición. No me refiero a conjuros menores ni a magias amañadas, con sus recetas vacías y sus trasnochados talismanes. Los tréboles de cuatro hojas, las patas de conejo, las herraduras de caballo. Ahí no hay nada más que fetichismo. Me refiero a supersticiones de entidad. A las antiguas simetrías que conforman la voluntad del universo y accionan su preciso engranaje. Me refiero a la armonía de las esferas. Al imperturbable equilibrio cósmico. Me refiero, claro, al horóscopo.

Una superstición es una pequeña ciencia privada. Una fórmula que asocia a una determinada acción una reacción concreta, apartándola de la lógica y la física pero dotándola de sentido como consecuencia natural. Sus enunciados nos tranquilizan. Nos sirven para explicar el mundo. Todo irá mal si pasas por debajo de una escalera. Todo irá bien si derramas un poco de vino. No te cases ese día. Córtate el pelo este otro. Cada precepto, cada delicado ritual nos aparta un poco más de la razón, pero también de la religión, brindándonos pautas particulares que nos sirven de única guía de conducta, constituyendo, quizá, la forma más pura y perfecta de ateísmo.

Pero si existe una regla eficaz e infalible, un estatuto honesto que reglamente nuestro comportamiento indicándonos de antemano qué hacer y qué no hacer es el horóscopo. Basándose en la línea del zodíaco, es decir, la órbita que describe el Sol en el cielo visto desde la Tierra, y las doce constelaciones sobre las que éste se va superponiendo a lo largo del año, los sabios -hay que ser muy sabio para hacer algo así- acordaron que la personalidad de cada ser humano se define por el lugar que ocupaba el astro rey en el firmamento el día de su nacimiento. Es decir, todos aquellos elementos que configuran la forma de ser de una persona vienen determinados por la constelación o signo del zodíaco en la que el Sol se hallaba cuando nació. Y todo lo demás, ya sea genética, educación o entorno, o bien no vale nada o bien se encuentra predestinado por semejante fenómeno celeste.


Resulta intolerable que la Nasa haya venido a fastidiarlo todo


Habría que estar loco para no conceder a esta idea una dosis absoluta de veracidad. Para no creer a ciegas en la predicción que un astrólogo pueda realizar de nuestro porvenir en base a nuestro signo del zodíaco. A partir de esta circunstancia, y habiendo convenido los rasgos fundamentales e innegociables de la personalidad que tiene cada individuo según el grupo de estrellas que estaban detrás del sol cuando vino al mundo, la astrología es capaz de hacer recomendaciones precisas sobre cómo le va a ir el día a cada uno en cuanto a temas económicos, asuntos de familia o cuestiones de trabajo. No se deja nada al azar. Y lo mejor de todo es que, tratándose de doce signos, toda la población mundial se divide en doce paquetes básicos de personalidad. Sólo hay doce formas de ser posibles. Casi se podría asociar a todos los humanos con el carácter de uno de los siete enanitos. No me digan que no es un sistema eficiente.

La vida se simplifica mucho cuando nada puedes hacer por variar tu temperamento si naciste un 6 de abril. Pero, sobre todo, cuando la astrología, gracias a ello, es capaz de indicarte qué terreno pisar y qué charcos evitar en tu día a día. Habiendo horóscopos, si a alguien no le van bien las cosas es porque no quiere. Ni internet, ni la bombilla ni el motor de combustión interna. Si hay un invento que ha facilitado las cosas a la humanidad es el horóscopo.

Por eso resulta intolerable que la Nasa haya venido a fastidiarlo todo. Con lo bien montado que estaba este tinglado. Hace unos meses, y a través de una de sus webs educativas, los científicos de la agencia aeroespacial decidieron explicar cómo hace tres mil años los babilonios habían realizado la asociación entre el Sol y las constelaciones según la curva que éste dibujaba en el cielo. Con tan mala suerte de que, en lugar de mirar hacia otro lado y aceptar la convención social, cometieron el error de ser exactos y aclarar que, en lugar de doce, las constelaciones que atraviesa el Sol son, en realidad, trece.

Esto ya se sabía, pero ahora se sabe más. Se sabe con todas las de la ley. Y menudo revuelo. Resulta que hay un decimotercero signo del zodíaco llamado Ofiuco, la serpiente, con el que no estábamos contando. Abarca a los nacidos entre el 30 de noviembre y el 17 de diciembre, de tal forma que si usted era uno de los sagitario que habían venido al mundo en esas fechas, ahora ha pasado a ser un ofiuco. Pero la existencia de Ofiuco, además, desplaza al resto de signos zodiacales, de tal forma que yo, que antes era acuario, ahora soy capricornio. Y mi hermano, que antes era tauro, ahora es aries. Qué disparate.

Llevo toda la vida siendo mal pronosticado. Toda la vida atendiendo los consejos del horóscopo de Acuario cuando tenía que haber hecho caso a los de Capricornio. Mi forma de ser, mi carácter, mis rasgos de la personalidad no tienen nada que ver conmigo. Soy un extraño perdido en el zodíaco. "Sé valiente en el amor", decía mi horóscopo cuando Milagritos me dio calabazas en el instituto. ¡Por eso no entendía nada! Los videntes nocturnos de la tele están también equivocados. ¡Quién podría haber imaginado que todo esto era una farsa!

"Nosotros no hemos cambiado los signos del zodíaco, solamente hemos hecho matemáticas", ha publicado recientemente la Nasa en su cuenta de Twitter. No quería llegar yo a esto y tomarme la justicia por mi mano, pero bien sabe Dios que pienso echarles un mal de ojo terrible. Con los capricornio no se juega.

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