Blog | Que parezca un accidente

¡A mí la desproporción!

SUELO ELEGIR la cola del supermercado que más despacio parece avanzar. Las observo desde la distancia, con disimulo, estudio sus ritmos y escojo la que va más lenta. Es una estrategia infalible. Con los años he aprendido que eligir la que aparenta ser más rápida es un error. En cuanto te colocas en la fila, ésta se estanca de repente, sin previo aviso, y al mismo tiempo la lenta se acelera mientras tú te quedas mirando embobado y pensando "esa señora de ahí que ya está pagando podría haber sido yo". Y te das cuenta de que el universo a veces te apuñala por el puro placer de hacerlo. A pesar de tus buenas intenciones. Como ese villano de las películas de sobremesa que es malvado porque sí y no necesita un buen motivo para cargarse a alguien.

Esta mañana me he saltado la norma y el destino me la ha vuelto a jugar. En una de las colas del supermercado de mi calle sólo había un chico recogiendo sus bolsas y un señor mayor con una botella de vino. Una triste, solitaria, miserable y rápida botella de vino. Parecía demasiado bonito para ser verdad, algo no encajaba, pero el resto de las cajas estaban colapsadas y, tal vez, pensé yo, el azar estaba al fin tendiéndome la mano. Sólo era una botella, maldita sea, no podía salir mal.

Pero lo hizo. Salió fatal.

El señor colocó la botella en la cinta, sonrió a la cajera y le dijo: "Mira, neniña, tengo la furgoneta en la puerta y quería doscientas cuarenta botellas como ésta, ¿me las podríais ir a buscar?". Madre mía. Doscientas cuarenta botellas. Veinte cajas de vino. Fui capaz de contenerme de milagro. La cajera se sorprendió, pasó la botella por el lector de códigos de barras, multiplicó el precio por doscientos cuarenta, avisó a un compañero, éste le dijo —se lo dijo a ella, pero me lo estaba diciendo a mí— que tenía que bajar a buscarlas al almacén y tardaría unos minutos, las fue trayendo poco a poco, las fue llevando a la furgoneta, el señor le dio a la cajera setecientos setenta euros en billetes, la cajera le devolvió dos euros en varias monedas, yo resoplé, el señor me escuchó resoplar, la cajera me escuchó resoplar, el señor se despidió amablemente y, por fin, unos doce minutos después, me tocó a mí pasar mi compra por caja y la cola lenta, la mía, la que se extendía detrás de mí, se aceleró de repente.


¿Cómo no amar profundamente esa clase de cosas? La deformidad de la escala, del patrón que ordena la serie, no invalida el encanto de su geometría


Pasé los artículos de mi carro a la cinta transportadora rechistando en voz baja, regañándome por haber elegido la cola rápida, la que tiene truco, la que nunca se mueve a la velocidad que promete moverse. Años de experiencia ignorados, traicionados, tirados a la basura. Allí estaba yo, víctima de mi propia desobediencia. Había decidido tener una seria conversación conmigo mismo al llegar a casa para que aquello no volviese a suceder, pero entonces comprendí que mi error se debía a un hecho clave, a una cuestión fundamental que permanecía sin respuesta: ¿Para qué diablos querría ese señor doscientas cuarenta botellas de vino?

Si quisiese utilizarlas para algún evento, como por ejemplo una cena de empresa o, qué sé yo, un ritual satánico, no acudiría a comprarlas a un supermercado, donde le sale mucho más caro, sino al almacén de algún mayorista. Si quisiese bebérselas él solo, pero a lo largo de uno o dos años, no las habría comprado todas de golpe, en un solo viaje. La única posibilidad plausible que se me ocurría en aquel momento, allí mismo, mientras depositaba los plátanos y la leche en la cinta de la caja registradora, es que las hubiese comprado para bebérselas él solo de una sentada. Y aquella idea me pareció extraordinaria.

Siento una especial fascinación por cualquier acto desproporcionado. Como beberse de golpe doscientas cuarenta botellas de vino barato, ver todas las temporadas de Los Soprano en cuatro días o construir una catedral con tus propias manos. Todos encierran, el fondo, cierta clase de belleza. Forrest Gump estuvo corriendo tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas. En La leyenda del indomable, Luke se come cincuenta huevos duros en una hora. Hay un suizo llamado Jean-Francis Vernetti que posee ocho mil ochocientos ochenta y ocho carteles de "no molestar" que ha ido guardando desde 1985. ¿Cómo no amar profundamente esa clase de cosas? La deformidad de la escala, del patrón que ordena la serie, no invalida el encanto de su geometría.

En estas disquisiciones andaba yo cuando el señor regresó al supermercado, me pidió que le disculpase por la intromisión y le dijo a la cajera: "Mira, neniña, perdona pero no me has dado bien el cambio. Te faltan cinco céntimos". Un tipo que se acababa de gastar cerca de ochocientos euros en vino y llevaba doscientas cuarenta botellas en la parte de atrás de su furgoneta había regresado para reclamar cinco céntimos. De repente, me di cuenta de que estaba a punto de admirar a ese señor más de lo que jamás he admirado a nadie.

Hasta que la cajera revisó las monedas que traía en la mano y el cambio estaba bien. Ahí terminé de admirarlo del todo.

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