De repente, un zumbido fugaz y afilado corta el silencio del dormitorio. Ha pasado muy cerca de tu cara, rozándote en la oscuridad, como una cuchillada al aire. Te despiertas con inquietud, incorporándote sobre el colchón en estado de alerta. Sin mover un músculo, procuras distinguir algún sonido en mitad de la noche, pero no se oye nada. Todo parece en calma. No tardas en desistir y volver a recostarte. Ha debido de ser un sueño. Lo mejor es olvidarse, ha sido una mala pasada que te ha jugado tu imaginación. Decides girarte, ahuecar la almohada, ponerte cómodo para dormir de nuevo, cuando, de pronto, en alguna parte de la habitación, vuelve a sonar el mismo aleteo vibrante y puntiagudo de hace un instante, esa amenaza invisible que penetra hasta lo más profundo de tus temores nocturnos: ¡Hay un mosquito!
Ignorarlo no es una opción. No puedes cubrirte sin más con el edredón y seguir durmiendo como si nada. Sabes que esa minúscula bestia alada te va a rondar toda la noche. Te despertarás docenas de veces, sin poder dejar de rascarte donde te haya picado. Amanecerás lleno de ronchas, acribillado de picaduras y de resentimiento. Pero, sobre todo, lo escucharás surcar el aire de tu cuarto justo antes de quedarte dormido, desafiándote, trastornándote, convirtiéndose en tu obsesión.
Te levantas azorado y enciendes la luz. ¡Hay que encontrar a ese cabrón! Tú sabes que está ahí, en alguna parte, aunque, a simple vista, sea imposible descubrir dónde. Le basta con no moverse para desaparecer, dejándote en clara desventaja: él puede verte a ti, pero tú no puedes verlo a él. Sólo tienes una forma de librar esa batalla desigual entre el hombre y la naturaleza, y es recurriendo al progreso. Puede que él sepa camuflarse, pero tú dispones de las armas que te brinda la civilización: la linterna del móvil y una pantufla.
¿Cómo es posible?, piensas, mientras escudriñas tu dormitorio palmo a palmo. ¡Un mosquito en noviembre! Los mosquitos desaparecen con el frío. Lo has leído en algún lado. Cuando las temperaturas descienden, la mayoría de ellos mueren y los demás hibernan hasta después del invierno. ¡Acabáramos! Ahí tienes lo que ha sucedido. Tu enemigo ha despertado porque hace un par de días has encendido la calefacción. Se hallaba en letargo, a salvo en un rincón, y, al adelantar la primavera, tú lo has resucitado.
Podría estar en cualquier lado. Cada pequeña mota de polvo de tu habitación podría ser el mosquito y cada superficie, su escondite a plena vista. Le sirven las cortinas, el lateral del armario, el espejo sobre la cómoda, el marco de la puerta, la pantalla de la lámpara, el cabecero de la cama... Tu misión es localizarlo y aplastarlo para poder descansar y la suya, recién levantado, es sobrevivir para desayunar. Y sabe cómo hacerlo.
Su trompa está formada por seis agujas. Dos de ellas están dotadas de dientes, que le sirven para penetrar en la piel, serrándola Con otras dos, a modo de tenazas, separa los tejidos mientras una quinta aguja se introduce entre ellos en busca del torrente sanguíneo. Una vez dentro, comienza a succionar la sangre mientras la sexta aguja inocula la saliva del mosquito, de propiedades anticoagulantes, para que la sangre fluya con mayor facilidad. Es esa sustancia corrosiva la que nos provoca la erupción y la sensación de picor. Bon appétit!

Pero el tiempo pasa y el mosquito no aparece. Las fuerzas comienzan a flaquear. Las esperanzas se disipan. Podrías intentar atraerlo hacia una luz fija, pero los mosquitos no se orientan buscando la claridad, sino el calor corporal y el CO2 que expulsamos. Por un momento, consideras la posibilidad de regresar a la cama y usar tu propio cuerpo como señuelo. Tal vez podrías permanecer tumbado, respirando boca arriba, aguardando a que el insecto se pose en tu brazo y, entonces, darle caza.
¡Qué absurdo plan! Podrían pasar horas. La desesperación conduce al pesimismo y este al delirio. Desde hace un rato, mantienes una guerra psicológica con un bicho diminuto y la estás perdiendo. ¿Vas a consentir que te venza? ¿Acabarás durmiendo en el sofá del salón? ¿Seguirás buscándolo toda la noche por la habitación, renunciando a tu descanso mientras ese canalla se ríe de ti? Ante una situación como esta, sólo tienes una salida honorable: mantener la dignidad.
¡Que te pique! Es igual. ¡Tú te vuelves a tu cama! Vas a demostrarle que eres más fuerte que él y que ningún mosquito puede obligarte a abandonar tus dominios. ¡Resistirás, aunque mañana te despiertes agujereado! ¡Eres tú quien le perdona la vida a él!
Eso es lo que te dices a ti mismo, resignado, mientras te dispones a dejar la pantufla junto a la mesilla de noche. Y es entonces cuando lo ves. Ahí apoyado. Con toda su prepotencia y su vanidad. Aguardando su momento. Menos mal que todavía llevas en tu mano la pantufla… ¡Zas! Hasta mañana.