Blog | Que parezca un accidente

Otoño de 1983: el fin del mundo que no ocurrió

EN LA PENÚLTIMA FASE DE LA GUERRA FRÍA, la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética era de máxima tensión. Se parecía a uno de esos duelos del cine del Oeste en los que ambos pistoleros, con las manos temblorosas, esperan cualquier gesto de su adversario para desenfundar y abrir fuego. A comienzos de los años 80, ambas potencias libraban una compleja batalla psicológica basada en la idea de que, en cualquier momento, cualquiera de las dos podría destruir a la otra. La Otan acababa de desplegar en Europa sus bases para el lanzamiento de misiles balísticos Pershing II, con capacidad nuclear y listos para impactar en Moscú en un tiempo máximo de ocho minutos. Mientras tanto, ER.UU. había permitido que la inteligencia soviética conociese la realización de simulacros de ataque contra la URSS, coincidiendo con una campaña de operaciones navales y vuelos de bombarderos que se aproximaban todo lo posible al espacio aéreo soviético para retirarse en el último momento. Frente a los constantes amagos de ofensiva, resultaba imposible vaticinar si alguno de ellos terminaría siendo real. Y el nerviosismo se acrecentaba.

Manuel de Lorenzo
Manuel de Lorenzo

En marzo de 1983, Ronald Reagan anunciaría el desarrollo de la Iniciativa de Defensa Estratégica —un escudo antimisiles capaz de anular cualquier ataque soviético—, lo que produjo una grave alteración en la correlación de fuerzas. La ‘paz helada’ que reinaba entre EE.UU. y la URSS se debía, hasta el momento, al precario equilibrio que resultaba del miedo a la aniquilación mutua: el eventual ataque de cualquiera de los dos países provocaría la reacción inmediata del contrario. Pero ahora, ante un sistema de defensa que volvía invulnerable a Estados Unidos frente a los misiles soviéticos, la doctrina de la destrucción mutua asegurada se resentía en perjuicio de la URSS.

En medio de semejante tensión, los soviéticos habían puesto en marcha la operación Ryan, cuyo objetivo era predecir un posible ataque estadounidense y adelantarse al mismo, pero, a raíz del anuncio de Reagan, el programa incrementó su contundencia: en caso de que los sistemas de defensa soviéticos detectasen una ofensiva por parte de EE.UU., la URSS reaccionaría instantáneamente con un ataque nuclear masivo. Eso derivaría en una respuesta idéntica por parte de su adversario, lo que conduciría a un cataclismo nuclear y, posiblemente, A la destrucción del mundo tal y como lo conocemos, pero la Unión Soviética no tenía otra salida: habría respuesta nuclear masiva en caso de detectar un ataque. Y lo detectaron.

26 de septiembre de 1983. Equinoccio de otoño. A medianoche, los ordenadores del sistema de satélites soviéticos de alerta temprana informan de que un misil balístico intercontinental se dirige a la URSS. El teniente coronel Stanislav Petrov, oficial de guardia en el centro de mando, considera que debe tratarse de un error del sistema, que venía ofreciendo problemas de fiabilidad. Inmediatamente, los equipos detectan otros cuatro misiles en el aire dirigiéndose hacia el mismo objetivo. Las órdenes, ante una situación así, eran derribar los misiles e iniciar un contraataque inmediato con armamento nuclear. Poner en marcha la guerra atómica. La destrucción masiva. Pero Petrov no hizo nada.

Afortunadamente para todos —incluso para nosotros, 40 años después—, el teniente coronel Petrov era un hombre racional, guiado por la prudencia. Un tipo sosegado que, al detectar los cinco misiles, pensó que aquello no tenía sentido. Su lógica le decía que, si Estados Unidos organizase un ataque contra la URSS, no lo haría con cinco misiles. Eso les permitiría alcanzar, como mucho, cinco objetivos estratégicos, mientras que los soviéticos responderían con un ataque nuclear masivo, dentro de la doctrina de la destrucción mutua asegurada. Tenía que ser un error. No había modo de confirmarlo, pero debía fiarse de su lógica.

Resulta fácil imaginar la tensión que habría en esa sala de operaciones. Las caras de los soldados esperando órdenes, observando los misiles aproximándose. Para la historia quedará la frase con la que Petrov justificaría su decisión: "Nadie comienza una guerra nuclear con solo cinco misiles". Su única salida era esperar a que los radares de tierra descartasen la posibilidad de que se tratase de un ataque, pero, para cuando eso sucediese, podría ser demasiado tarde. Si Petrov se equivocaba, ya no habría forma de protegerse. Esos minutos cruciales, esperando los datos de los radares de tierra, debieron de resultar eternos. Pero Petrov acertó. Los avisos del servicio de alerta temprana eran un error provocado por una alineación anómala del sol y la órbita de los satélites. La deducción de Petrov era correcta. Su sangre fría y su templanza habían salvado al mundo de una guerra con armamento atómico. Pero sus superiores no valoraron así su actuación: acertó, pero había desobedecido las órdenes y pudo haberse equivocado. Petrov fue relegado a un puesto inferior y su hazaña, que ponía de relieve las flaquezas del sistema soviético, fue ocultada por el gobierno de la URSS. El mundo tardó en enterarse de la heroicidad de Petrov, pero finalmente lo hizo. Y nosotros, 40 años después, gracias a la sensatez de un tipo que decidió no pulsar un botón rojo, aquí seguimos.

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