Blog | Balas de fogueo

Kafka era Kafka

No hay peor enemigo para la inspiración a la hora de escribir que una vida metódica y ordenada. El caso de Kafka, que desempeñaba labores burocráticas, no sirve porque Kafka era Kafka y el resto de los mortales no lo somos. Cierto que disponer de un cómodo horario de trabajo le permitió escribir, por lo que aconsejamos desde ya no tomar al pie de la letra las aseveraciones que se encuentren en este texto.

Por otra parte, si lo consideramos con cierta perspectiva, una existencia llena de peripecias y altibajos tampoco ayuda mucho a la creación porque escasea el tiempo para la reflexión pausada (la reflexión acelerada es algo que se llama oxímoron) y el pensamiento. Además, cuando la propia vida cotidiana está llena de creatividad e incentivos, uno no suele sentir la necesidad de inventárselos. Salvo que se llame Ernest Hemingway o Jack London, pero con estos también vale lo dicho acerca de Kafka. En resumidas cuentas, lo mejor para la inspiración literaria es que esta surja, proceda de donde proceda: de la abundancia de estímulos, de la ausencia de estos o ni una cosa ni la otra. No tener ni la más remota idea del asunto sobre el que escribir es, sorprendentemente, un tremendo acicate a la hora de inventarse un tema, como bien saben los asiduos a esta columna.

El escritor que más he admirado toda mi vida comenzó escribiendo poesía en su adolescencia, que es la época de la poesía por antonomasia. Es casi obligatorio, como el acné y la rebeldía. Estoy hablando de William Faulkner. En realidad se apellidaba Falkner y ponerse la "u" en el medio fue una precoz muestra de genialidad. Aunque al parecer fue un error tipográfico en la portada de su primer libro, pero fue un error genial, en todo caso. Otra acierto fue nacer en New Albany, Mississippi. Un estado con tantas consonantes en su nombre está anunciando una escritura torrencial (esto parece una tontería porque lo es).

Fue piloto en la I Guerra Mundial (compárese con la gente de ahora, que no hacemos ni la mili) (no que haya que hacer la mili, pero la experiencia castrense y toda esa mandanga...) y de vuelta a su tierra se matriculó en la universidad pero dejó los estudios para dedicarse a escribir (no hay cabeciña...). Realizó trabajos como contrabandista de ron, bombero, pintor o cartero en la Universidad de Oxford (el de Mississippi, claro), de donde lo echaron por su costumbre de leer la correspondencia antes de entregarla. Es evidente que se estaba documentando, lo que pasa es que las autoridades no contaban con que iba a desarrollar una extraordinaria carrera como escritor, sino vendrían ellos mismo a entregarles sus cartas para que las leyese.

En su casa del pequeño pueblo de Oxford comenzó a escribir novelas y a inventarse recursos estilísticos que serían copiados hasta la saciedad. No nos vamos a extender sobre el particular, pero Faulkner es un autor en el que la forma alcanza más relevancia que el fondo (un puñado de historias sureñas). Dos premios Pulitzer, un Nobel y un National Book Award (póstumo) lo pusieron en lo más alto de las letras universales.

Volviendo al inexistente tema que nos ocupa, no es estrictamente necesario tener un buen motivo para escribir. Está incluso sobrevalorado el asunto de los grandes argumentos: si al final todo el mundo termina hablando de las mismas cuatro trapalladas, y llevamos siglos a vueltas con lo de siempre. Esto no quita que no debamos prestar atención a las historias que aparecen a nuestro alrededor, aunque estén dentro de los sobres de las cartas de nuestro prójimo. Alguien que quiere escribir debe amar las palabras y debe amar las historias. Y al prójimo como a sí mismo. Y llevar siempre a mano recado de escribir, como se decía antes. O saber dónde está la grabación de voz de su teléfono móvil. Y prestar atención a lo ya escrito por los grandes autores, como Faulkner, cuando dijo estas palabras tan de actualidad ahora mismo: “el campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles”.

Mi consejo a una joven escritora es que intente ser Kafka, Faulkner o Alice Munro, y si eso le parece demasiado, que intente al menos ser Xosé Luis Méndez Ferrín.

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