Blog | Balas de fogueo

Verdades imaginadas

A menudo me pasa que alguien me pregunta si cierto asunto que he comentado sobre mi mismo en un artículo es verdad. Suelo responder que no por defecto, como un programa informático. Luego indago un poco más y compruebo que, efectivamente, había más de ficción que de realidad en lo narrado. Existe un consenso más o menos generalizado en consentir que se introduzca algo de ficción en lo que uno cuenta sobre sí mismo en una columna, incluso se admite que se salpique con un poco de realidad la ficción de un texto, como es mi caso. Lo que nos ocurre a gente como yo (es maravilloso el plural porque socializa la culpabilidad) es que no estamos seguros de casi nada y tendemos a confundir la verdad y lo imaginado. Vivimos en un mundo de verdades imaginadas, en el que incluso lo acontecido lo recordamos adornado por nuestra fantasía, lleno de ribetes ilusorios y de adornos ficticios. Y ni tan mal, oiga. La inmensa mayoría de las veces es imposible saber qué es verdad, puesto que no existe tal cosa como la neutralidad ante ella y por tanto la aproximación a la misma se viste de subjetividad. Tenemos, como mucho, fracciones de la verdad.

Hace poco, por ejemplo, un actor le propinó una sonora bofetada al presentador de una gala porque este había hecho un chiste sobre la compañera del agresor. Tan impactante fue la escena que hubo quien se apresuró a anuncia que se había premeditado. Se analizaron con lupa los movimientos del abofeteador y del abofeteado y muchos concluyeron que el lenguaje corporal de este último evidenciaba un conocimiento previo de la hostia que se le venía encima (es imposible narrar la escena sin escribir “hostia” en algún momento, aunque he intentado evitarlo). Sin embargo, muchos otros espectadores del incidente, in situ o por retransmisión televisiva, contarán que contemplaron un ataque inesperado e imprevisible. ¿Quiénes tienen razón? Vaya usted a saber.

La gente que se dedica a escribir se dedica a la mentira. En mayor o menor grado. Nadie es fiel notario de la verdad porque ya hemos explicado que eso no existe: todo es subjetivo y además de ser corregido de un modo u otro por quién lo observa y luego lo cuenta. No hay nada de malo en ello. Distintos historiadores hablan de los mismo hechos subjetivos sin lograr escapar a sus prejuicios e interpretaciones sesgadas. Ese eslogan televisivo, “así son las cosas y así se las hemos contado”, es pura propangada, más falsa que el “una más y nos vamos”. Lo que ocurre es que necesitamos, de algún modo, aferrarnos a la idea de la perfección, de que existe una forma concreta y aprensible de analizar la realidad, para no volvernos locos. Más aún, quiero decir. Basta una visita a la prensa diaria para verificar que los seres humanos estamos como cabras.

Todos desarrollamos desde temprana edad nuestra característica capacidad para convivir con la ficción, integrándola sin problema alguno en nuestras vidas. Iba a poner “en nuestras vidas de mierda”, pero ya me he tomado la pastilla. De este modo, solemos compartir detalles de nuestra peripecia vital con el prójimo, tras dotarlos de unos pequeños adornos aquí y allá, o soslayando determinados ángulos poco favorables para nuestra propia imagen. Practicamos la omisión y el ornato en nuestras descripciones y llegamos a alcanzar verdadera maestría en ello.

En un episodio de cierta serie cómica, un acaudalado empresario decide publicar su autobiografía. Para empezar, se la encarga a su secretaria. Esta se topa con una vida demasiado insulsa para suscitar el interés de lector alguno por lo que acaban comprando las disparatadas historias de un estrafalario amigo de la secretaria. Cuando se publica el libro, dicho amigo se ve a sí mismo como el verdadero protagonista del mismo, hasta el punto de acudir el día de la presentación y sentarse al lado del empresario con la pretensión de firmar también él los ejemplares.

Al margen de argumentos simpáticos, no hay género para inventarse cosas tan socorrido como el de la autobiografía. ¿Quién es capaz de abordar la memoria de uno mismo, el legado para la posteridad, sin añadir unos detalles que embellezcan el conjunto? ¿eh?

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