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Siempre Sabino

Sabino Torres. RAFA FARIÑA
photo_camera Sabino Torres. RAFA FARIÑA

Venía a casa a menudo, desde que tengo uso de razón. Primero en Agrelo, en donde veraneaba mi familia. Mi madre, todavía soltera (de eso no me acuerdo) sonreía con solo verlo, pues sabía el privilegio que era tener un amigo poeta cerca.

Mi padre y él se escapaban a la hora de la siesta (para ellos) y de la partida de cartas (para ellas) tras una calurosa jornada de verano. Con los años visitaba nuestra casa de Echegaray. Hasta que, con su rostro lleno de arrugas y su pelo blanco, dejó de hacerlo. Casi toda una vida.

Siempre afable, cruzaba las piernas con elegante actitud en el sillón verde del cuarto de estar, su favorito, mientras atusaba su blanca cabellera con firmeza. Le escuchábamos toda la familia tardes enteras embobados con sus anécdotas, sus historias y su poesía. Siempre llegaba con un libro en la mano para regalar a mis padres, y traía en alguna ocasión otros propios, que leía con profundo sentimiento.

Poeta y miembro de la Real Academia Gallega desde 1952, murió en su casa de Madrid a los 91 años rodeado de los suyos. Su sobrino Gerardo Lorenzo lo acompañó en todo momento, hasta que su cuerpo decidió apagarse.

Decano de los editores en Galicia, fue el artífice de la primera colección de poesía en gallego. Fue buen amigo, el tío preferido de muchos y el tío imaginario de otros, pero por encima de todo un poeta enamorado de Carmucha, su mujer, de quien hablaba con absoluta adoración.

Relataba orgulloso que Carmucha y una amiga montaron una empresa de bordados a mano, y que enseguida murieron de éxito, ya que recibían más encargos de los que podían asumir.

Sabino nos contaba que ella siempre tenía un bolso blanco, del que nunca se separaba, y al que acudía siempre que alguien lo necesitaba, para atender sus necesidades. Y esta bondad a Sabino le inspiraba y le derretía a la vez.

Sabino Torres, además de ilustre personaje querido por muchos pontevedreses, nos hacía reír cada vez que contaba las anécdotas de "la Mimitos" o nos enganchaba con los relatos de su pirata más admirado, Benito Soto.

De él decía que era un pirata del barrio de A Moureira que vivió en la mitad del siglo XIX y que tenía una manera de trabajar «muy de pirata», pues era un asesino, pero un buen pirata. Y esta afirmación es la que nos muestra al Sabino soñador e idealista.

De la Mimitos, el mito erótico de la ciudad de la primera mitad del siglo XX y una de las meretrices más valoradas de este barrio de A Moureira, hay un documental de Manuel Yáñez que no tiene desperdicio. El propio Yáñez afirmaba en su estreno que se trató de un pequeño homenaje a Sabino. Y es que tuvo mil anécdotas para compartir.

En una deliciosa entrevista de Ricardo Alcatarilla a Sabino en el año 2001 le confesó por qué escribía: "É una especie de enfermidade que tes; eso cóllelo de pequeno ou naces con él; é una deformación ou algo así, e entonces escribes".

Durante esta conversación también describe la literatura como "un manxar exquisito" y habla de los poetas que más influyeron en su obra y de sus autores preferidos: Neruda, Quevedo, Lope de Vega, Rosalía de Castro, Juan Manuel Quintana o Alberti, entre otros.

Comenzó su actividad periodística en la Revista Finisterre en el año 1943, con Emilio Canda y Celso Emilio Ferreiro. Creó el semanario Litoral, del que era editor y redactor jefe. Y con su amigo Emilio Álvarez Negreira fundó la colección poética Hipocampo Amigo, pues afirmaba que para él «los amigos son lo más importante, a los que se les tiene un cariño especial». Y siempre lo demostró. Como el que sentía por su amigo Rafael Alonso, o por el pintor Laxeiro, quien también figura entre sus amistades.

Su capacidad de soñar lo acompañó hasta sus últimos días. Íntegro, lleno de ideas, de proyectos, de sentimiento y de emociones, llenaba cada rincón en el que estaba. Un año después de su fallecimiento fue nombrado hijo predilecto del Concello de Pontevedra. Aunque para muchos fue mucho más.

Tenía el don de la juventud a pesar de arrastrar sus 90 años. Jamás se quejó por el paso del tiempo y nunca se sintió mayor, o por lo menos intentaba ocultar el paso del tiempo. Por eso pudo disfrutar de una vida plena rodeado de sus hijos, familia, contertulios, admiradores y, aunque vivía en Madrid para estar cerca de los suyos y de sus nietos, regresaba cada verano mientras su cuerpo aguantó, a su adorada Pontevedra.

Para Gerardo, su tío era el soplo de aire fresco que daba sentido a la vida. De hecho, siempre decía que su tío Sabino representaba la libertad. Apasionado, como él, heredó su aire bohemio y su discurso elocuente. Compartían el amor por las letras y por todo lo femenino. El respeto por todo lo que emana pasión y por la belleza. Enemigos de la impaciencia.

Varias veces nos contó una anécdota que a nosotros nos hacía reír, pero que a él le daba un aire triste, nostálgico, seguramente por lo que pudo haber sido. Una historia que pudo ser y no fue, quizás por saltarse algún soneto al construirse.

En unos carnavales del Liceo Casino, ya viudo desde hacía una década, conoció a una chica de Vigo. Ella llevaba una túnica y no se sacó su disfraz en toda la noche. Él, embelesado con su baile y adornando cada momento como sólo un poeta sabe hacerlo, se enamoró de aquella chica menuda de voz envolvente. Entre caricia y caricia, pudo notar una leve chepa en su espalda, pero a la que no dio ninguna importancia. Al terminar la velada, se despidió de Sabino con un último beso y dándole una nota con su teléfono. Quedaron días más tarde en una esquina cualquiera de una calle cualquiera de Vigo, y Sabino esperó durante horas... pero ella nunca apareció. Lo cuenta con delicadeza, con nostalgia, como sólo él era capaz de contar mientras nosotros nos desternillábamos de risa. Pero esa delicadeza a la hora de contar sus anécdotas era nuestra perdición, y siempre le adoré por ello.

Me gustaba escuchar cada historia, que representaba la vida misma del poeta. O quien sabe, la vida misma.

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