Blog | El portalón

Cada cinco días

Cuatro estaciones me parecen pocas, prefiero setenta y dos

A TODA PERSONA mayor que yo, y a alguna de idéntica edad, les molesta que hable de envejecer. Concretamente, les perturba que utilice ese verbo, como si todavía me estuviera vedado. Ya llegarás, me dicen. Cuando pasen los quince o diez o cinco años que te llevamos. Mayores son ellos. Yo discrepo.

mx. María Piñeiro

Así que cuento que, de todo el ramillete de aprendizajes que he consolidado en la mediana edad (pocos), el más evidente es el de la plena consciencia de la naturaleza y cómo reconozco en ella el paso del tiempo. Yo era una paniaguada fenomenal, que se percataba del cambio de estación cuando la nueva ya estaba instaladísima. No veía nada, iba por las aceras y parques, hasta puntualmente por los bosques, en una espesura mental que me pixelaba todas las pistas. No consideraba los brotes, ni las tímidas hojas, ni el cambio en la consistencia de los suelos, casi ni las mimosas que se te meten por los ojos, ni el camelio a la sombra que hay junto al periódico y que tiene una flor aquí y otra allá, desequilibrado. De repente, todos los árboles estaban reventones, yo tenía calor, ya no sabía qué zapatos ponerme y me daba cuenta de que era primavera.

Poco a poco empecé a observar cada adelanto. Los pájaros no son los mismos y cuando lo son, se comportan diferente. Hay flores atrapadas, deseosas de salir pero aún tan cerradas que no se distingue ni el color. Sin embargo, ahora las veo, sé que están ahí, en ese puño verdoso.

Me empezó a parecer que dividir el año en cuatro estaciones nada más era prueba de una vaguería extrema. ¿Qué tiene que ver marzo con mayo? ¿O el principio del invierno, cuando aún parece que hay hojas que sobrevivirán a su debacle, con el panorama de solo un mes después, ese vacío? El otro día leí que antiguamente en China y Japón se troceaba el año en 24 períodos diferentes y 72 microestaciones. Empieza una nueva cada cinco días. Me alivió que alguien hubiese tenido ojo para el detalle. Qué decepción Occidente.

Como suele ocurrir con los nombres chinos estos también son evocadores, descriptivos, sobrepoéticos y, a menudo, cursis o cómicos. Toda la vida me sorprenderá cómo tantos que suenan perfectamente lógicos y compactos en mandarín destilan delirios de grandeza en cualquier otro idioma. Un consejo que he dado mil veces a los que visitan la Ciudad Prohibida es pedir la audioguía en español y relamerse con la denominación de todos esos pabellones, virtualmente idénticos, nombrados in crescendo de esplendor. Armonía suprema, armonía preservada, virtudes manifiestas, gloria literaria, pureza celeste, tranquilidad terrenal, bendiciones florecientes, armonía propicia, felicidad prolongada, gran benevolencia, favor celestial, pureza acumulada, elegancia aumulada, belleza acumulada (la acumulación es clave), claridad auspiciosa, placer generalizado, inteligencia suprema, longevidad tranquila… Todos parecen títulos de libros de autoayuda.

Según la división sinojaponesa estamos en Principios de Primavera y, hasta mañana, en una microestación deliciosa: ‘Las currucas empiezan a cantar en la montaña’. Para el lunes habremos pasado a ‘El pez emerge del hielo’ y acabaremos la semana que viene, cuidado, en ‘La lluvia humedece el suelo’.

Desde mi ventana ni veo ni oigo currucas. Como soy principiante, no distinguiría una curruca ni aunque se me presentase ella misma pero me encuentro más a gusto en esa división anual que en el grueso trocear occidental. Espero con ilusión la temporada ‘Primeros arcoiris’, del 15 al 19 de abril, que llegan solo después de ‘Los gansos salvajes vuelan al Norte’, justo la semana anterior. Quizás con un poco menos la del 6 a 10 de marzo cuando ‘Surgen los insectos que hibernan’, pero, al menos, solo dura cinco días.

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