Blog | El portalón

Comer cerezas

Son legión los que necesitan que les recuerden que, detrás de una vida, puede venir otra

EL MECANISMO era así: cada tarde, arriesgándolo todo, ignorando prohibiciones expresas como si estuviera sacando del Louvre ‘Los acuchilladores de parqué’, hacía un gurruño con la tela y la guardaba en la mochila; cada noche, mi santa madre, solidaria con mi incapacidad, la extendía y avanzaba confiada, como si aquello no le costase nada; cada mañana, yo fingía coser y ganchillar durante la hora de pretecnología. Un ciclo perfecto. Como hacía que hacía, pero sin hacer, me daba la cabeza para escuchar la charla de la monja y así es como, lo he contado mil veces, supe que esa mujer había encontrado la vocación en unas cerezas, de tan perfectas que debían ser. No sé decir el tiempo que estuve comiendo cerezas con aprensión, temerosa de sentir algo trascendente y convertirme en novicia. Era un miedo real, igual al de masticar por despiste la hostia consagrada y herir físicamente a Jesús ya en la primera comunión. Imaginen qué lío tenía en la cabeza.

Ahora veo clara qué clase de bendición es la vocación temprana y sostenida en el tiempo, cuánto hay que agradecer ser una jovencita que come cerezas una tarde de verano y encontrarlas tan asombrosas en su redondez, tan brillantes y dulces, que te convencen de que algo más que tierra, agua y sol tuvo que intervenir para crearlas. Crees que estás comiendo un milagro y tienes claro a dónde irás y qué harás. Yo comí cerezas, pero no tan apasionadamente, así que no sentí llamada alguna. Para mi consuelo porque a mí que me invadiese una certeza de ese tipo me daría miedo y no paz.


Dejaban en hilera los zapatos embarrados en un pasillo y giraban por un aula despejada de pupitres y bajo una música infernal


No sé el de la fe, pero creo que el camino de la vocación está lleno de cuestas bien empinadas y, solo a veces, de bajadas tranquilas y seguras, de esas de las que está hecho el senderismo de fin de semana. En general, aún sospechando pronto qué quiere hacer uno en la vida, se duda, se cambia, en ocasiones se regresa al origen y en otras, se marcha para no volver nunca.

Prueba de que esta era de la tecnología no acaba de ser la mía no solo se encuentra en el hecho de que haya tenido pretecnología como asignatura, sino también en que no le pillo el truco a Twitter, aunque, como en todo espacio de interacción humana, siempre encuentro alguna trufa entre el musgo. Hace poco di con el hilo de un ingeniero industrial en la cuarentena, deprimido y desencantado de la carrera que había elegido que pidió ejemplos de que también a esa edad se puede cambiar de vida, empezar, encontrar lo que quieres hacer y hacerlo. Le llovieron. Los casos reales y los mensajes de otros que estaban en esa misma situación, queriendo irse y aún sin hacerlo, y a quienes también ayudaba saber cuántos lo habían conseguido. Decenas de personas necesitadas de que les dijeran que, detrás de una vida, viene otra; de que la vocación no siempre aparece comiendo cerezas en la adolescencia.

Hace cinco años, John me contó cómo vivió unos meses como único occidental en una aldea del interior de China. Una aldea de verdad, no de esas que los chinos califican así y acaban teniendo tan solo decenas de miles de vecinos. En el colegio en el que daba clase de inglés organizaban bailes, que era una de sus formas de ocio en un invierno que no se acababa nunca. Dejaban en hilera los zapatos embarrados en un pasillo y giraban por un aula despejada de pupitres y bajo una música infernal. Tenía la esperanza de bailar con la profesora que le gustaba, una chica tímida que no hablaba nada de inglés. Como su chino era muy malo, John pidió ayuda a un profesor amigo y, en caracteres temblequeantes, escribió una nota confesándose y reservando unos bailes. Llegó tarde a la siguiente convocatoria para poder colocar la nota en los zapatos de ella sin ser visto y esperó intrigado una semana a que llegase el domingo y comprobar si era correspondido. Su amada le ignoró como siempre, pero otra profesora a la que con toda su flema describió como "alguien a quien le faltaban dos dientes pero no parecía echarlos en falta" le dio vueltas y vueltas, agarrándole bien y sonriendo pese a las ausencias. Al acabar el baile y ver a los asistentes calzarse se dio cuenta de que se había equivocado de zapatos. La profesora sin dientes pasó el resto del curso guiñándole el ojo a distancia. En ese momento, John, un exfontanero de Jersey, tenía 50 años y llevaba seis meses viviendo en China, estudiando para enseñar inglés como lengua extranjera en escuelas chinas.

Como a los que buscan empuje en Twitter, saber que más allá de la mediana edad puedes ir a un baile con una nota escrita en un nuevo idioma; un idioma del demonio además, y que el desenlace puede parecer escrito por Amy Tan, me reconforta. Espero que también ayude a los que llevan toda la vida comiendo cerezas sin consecuencia alguna.

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