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Con esos deditos

La obsesión más asentada de Trump es demostrar que no tiene las manos diminutas

TRUMP LLEVA más de 25 años enviando fotos de sus manos a Graydon Carter, el periodista que en uno de sus perfiles lo llamó "ordinario de dedos cortos". Hay una perseverancia asombrosa en ese sentirse ultrajado y una dedicación casi artesana a resarcirse. Recorta páginas de revistas y, con un rotulador dorado, dibuja un círculo rodeando sus dedos y lo acompaña de mensajes tiernos: "¿Ves como no son tan cortos?", decía el último, de este mismo año. Carter coge entonces el recorte y lo mete en otro sobre con la nota: "La verdad es que son bastante cortos".

De todas las cosas que fascinan de este hombre (y no se puede apartar la vista de él es tal su magnetismo), esa es la que más. No es su único tic revelador. Los periodistas le mandan cheques por valor de unos dólares, o hasta de unos centavos, para retarle y él se molesta siempre en cobrarlos; tiene unas convicciones peregrinas como que el cambio climático se lo inventaron los chinos, que la culpa de la obesidad es de la Coca-Cola light (no por elegirla frente al agua, sino frente a la normal, que es lo que a su juicio debe beber la gente de bien) o que Obama nació en Kenia, pero es su obsesión con las manitas el más elocuente de todos.

Trump es un millonario, un hombre ocupado, un constructor que sí heredó la empresa de su padre, cierto, pero que fue quien la sacó de Queens y la hizo llegar a Manhathan a costa de hacerse con edificios de renta antigua y disuadir a los inquilinos de seguir disfrutando de uno de los suelos más caros del mundo a un precio de risa por los convincentes métodos de cortales la luz de las escaleras, estropearles la calefacción durante el invierno o averiarles sistemáticamente el ascensor.

Tiene acuerdos que cerrar, universidades fraudulentas que crear y, como consecuencia, tiene juicios a los que ir

Trump tiene cosas que hacer. Tiene suelos marmóreos que pisar, ascensores de oro que tomar, leones disecados que contemplar. Está liado. Tiene que peinarse a diario. Hacerse esa especie de servilleta de boda que lleva en la cabeza, con estratégicas dobleces de origami, y lograr una lasaña capilar única, irreproducible en ninguna otra cabeza cuyo pelo no tenga esa apariencia de algodón de azúcar con tacto de cemento. Inquieta verle bajarse de su avión, discreta aeronave rotulada con su nombre como todo lo suyo, y que a Melania la melena le caiga en avalancha sobre la cara, la ciegue, mientras que a él se le mueve todo —tiemblan mofletes, aletean cejas, se estremece la papada— menos el pelo, esa mata pétrea del color más americano de todos: el del maíz.

Tiene acuerdos que cerrar, universidades fraudulentas que crear y, como consecuencia, tiene juicios a los que ir. Tiene corbatas con su nombre que inventar, vodka que vender, reality shows en los que participar, mozas en bañador con las que posar.

Tiene gente a la que ver. Tiene musulmanes, judíos, negros, asiáticos, hispanos, discapacitados a los que insultar y mujeres a las que acosar. Tiene mujeres inmigrantes sin papeles a las que humillar y al mismo tiempo, cuando ya son legales y si son modelos, tiene que casarse con ellas. Tiene romances de juventud que inventar para apuntalar cierta fama de conquistador que siempre viene bien. Después tiene que ver cómo esas mujeres dicen que se fue solo a su habitación, con una bolsa de caramelos, a ver la tele.

No tiene amigos a los que visitar porque ha admitido que no tiene. Tiene que llamar a sus hijos mayores cuando tiene algún problema y, como hizo su padre con él, tiene que ignorar a los pequeños como mínimo hasta la adolescencia.

Tiene que recorrer el país en campaña electoral. Tiene, partiendo como el candidato más inverosímil, que ganar unas primarias y, en los debates, empeñarse en llamar a Marco Rubio ‘El pequeño Marco’ para escuchar cómo este le reprocha (no le dan descanso) tener unas manos tan diminutas y "ya se sabe lo que dicen de los hombres de manos pequeñas". Tiene entonces que replicarle que no se preocupe, que nunca ha tenido queja alguna y provocar toda la vergüenza ajena del mundo por el nivelón del discurso.

Tiene, en fin, que ganar unas elecciones y convertirse en el presidente de los Estados Unidos de América. Tiene, estremezcámonos, que gobernar un país que nos influye a todos. Y todo tiene que hacerlo reservando tiempo o recursos para repasar las revistas, localizar las fotos en las que se le ven los dedos más largos y estilizados, recortarlas y enviarlas por correo, siguiendo la eterna tarea de promoción de sus manitas.

Y con esas manitas, con esos deditos, tiene, llegado el momento, que pulsar el botón nuclear, esa decisión que una vez que un presidente toma nadie le puede discutir.

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