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Domingos por la tarde

Hay algo peor que los de la infancia, los de la mediana edad

Según he podido saber hay algo peor que un domingo por la tarde escolar. Tengo un recuerdo tan nítido de los domingos por la tarde de mi infancia, esa desazón, la desesperanza por la proximidad del lunes, especialmente evidente a las cuatro, a las cinco, a las seis. Llegadas las siete, las ocho, sentía un extraño alivio, el de la certeza, la renuncia por la creciente cercanía del día siguiente. Ya no había nada que hacer.

El lunes por la mañana era mil veces mejor, dos mil veces, tres millones de veces mejor porque, no lo sabía entonces, hay muchas posibilidades de que cualquier fenómeno anticipatorio de algo malo sea peor que el hecho en sí. Pensar en cómo dejar a Pepito, peor que dejar a Pepito; preparar esa charla en público para la que te agencias dos sumiales, peor que efectivamente dar la charla (sobre todo si llevas encima los dos sumiales); domingo por la tarde, peor que lunes por la mañana.

El Portalón. MX

Pues miren qué les digo: peor que los domingos por la tarde infantiles son los domingos por la tarde de la mediana edad. Una representación de Hamlet en cada casa es eso, un lentísimo languidecer y un poco crisis de identidad. ¿Es esta la vida que anhelaba? ¿Qué sentido tiene este trabajo que hago? ¿Debería estudiar oposiciones?

Leo en Las abandonadoras que la autora, Begoña Gómez Urzaiz, trabaja los domingos por la tarde adelantando artículos para la semana, como hacen tantos autónomos. A Peiró le leí alguna vez que la madurez llega cuando al fin aprecias los domingos por la tarde. Yo quiero exprimirlos y disfrutarlos, pero llevo dentro un programador extrañísimo que me dispara la melancolía en cuanto dejo los cubiertos en el plato, es como si el clink al tocar la loza me la precipitase. Del café en adelante, todo es páramo. Un reflejo condicionado desde hace décadas, cámbialo tú ahora.

No soy la única, me parece. Si hablo con alguna amiga la oigo suspirar al teléfono con una resignación muy particular, todo suena a inexorable, a la vida que se presenta sin que la puedas doblegar. Si me asomo a la ventana veo a paseantes sin rumbo, demasiado despacio para estar haciendo ejercicio, demasiado contemplativos como para ir a algún sitio. El silencio de las casas y de las calles, la ausencia de trasiegos me inquieta. Los domingos por la mañana, aún con esperanza, veo a gente salir tambaleante de un garito próximo a mi casa con una decisión en la mirada: agenciarse algo para seguir prolongando la noche. En su caso, esas primeras horas dominicales todavía son sábado. Por supuesto, todo está en mi mirada dominical.

He sido acusada de privilegiada por gente que, la verdad, tenía mucha razón. Ibas a estar tú pensando esas ñoñerías si tuvieras que planchar 35 camisetitas de niño, me dicen con la mirada o con la boca, no se cortan. O perseguir al susodicho propietario de las camisetitas para que hiciera los deberes o estudiara un poco o al menos despegara los ojos de una pantalla cinco minutos. Aún menos si dedicaras el domingo por la tarde a guardar en una carpetita los papeles que tendrás que llevar al día siguiente al Inem o a la consulta oncológica. Esa sí que es una anticipación no metafísica, sino muy física, dolorosamente física.

Da igual. Creo que la prueba definitiva de que, seas niño o adulto en variadas circunstancias, odias los domingos por la tarde es el fenómeno vacacional de perder el hilo, de abandonar el seguimiento de las rutinas, la concatenación de jornadas que se repiten. Sabes que estás haciendo bien el descanso cuando te parece que el que pregunta qué día de la semana es va a pillar, cuando tienes que hacer un verdadero esfuerzo para percatarte de que ese momento liviano y hasta despendolado es, efectivamente, domingo por la tarde. Quién lo diría.

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