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El chorizo de Proust

Nadie debería ponerse en plan Jóvenes Castores por mucha infancia en los montes que haya tenido

EN EL BARRIO en el que vivíamos Carolina y yo, y más en aquellos años, casi todas las señoras eran perlosas y mechosas. Las edades del peinado empezaban en las coletas con lazo del color del uniforme y acababan en el cardado pétreo, con el que se recuperan los centímetros de ese encogimiento que es envejecer. Las estelas de los perfumes se enmarañaban unas con otras en cualquier esquina y había tantas, verdaderas madejas fragantes, que solo se podía caminar en la perplejidad olfativa: de Shalimar a Opium, entre el número 5 y el número 19, un viaje completo por la primera planta de El Corte Inglés.

Solía bajar al supermercado como un meteorito, una cosa que cae pero no pertenece. La chaqueta de lana sobre el pijama, el vaquero sobre el pijama, el moño y las gafas de sol sobre la cara, todo en orden. En la puerta de Alcampo se instalaba un gaiteiro solitario, nada más triste que eso. Junto a la gorra, siempre llena de monedas pequeñas con las que no se compra nada, el pie marcaba el ritmo. Yo no quería, pero me paraba cada vez. Fraga metía mil gaiteiros en el Obradoiro para echar la catedral y las cajas torácicas de los prohombres gallegos abajo, por la épica, por el estremecimiento. Un gaiteiro sin más no hace retumbar las costillas, pero sí te arrea una morriña absurda, como la tristeza de esas películas de domingo por la tarde: no hay razón para tanta identificación, pero ahí estás, sintiendo toda la manipulación sentimental, dejándote ir. Carolina, benditas sean las amigas, me agarraba del codo y me metía en el supermercado, donde las luces y los envases coloridos de Orlando me hacían de desfibrilador. Volvía a mi ser.

La música, especialmente la que no escucho, la que no hago sonar en otros lugares y tiempos, manchándola con recuerdos nuevos, la que ignoro por desinterés, la que dejo allí atrás, guardada en ámbar y nunca recupero un lunes por la mañana camino del trabajo o un jueves al mediodía haciéndome una tortilla, es mi magdalena proustiana.

Pese al empeño de atizarme con ella en discotecas y fiestas viejunas, los acordes de la sintonía de La bola de cristal todavía me llevan a mañanas de sábado de ColaCao. Incluso ahora cuando casi no concibo que pisara este mundo sin beber café. En un pasillo del metro de Barcelona, antes de torcer en el sentido que me indicaba el cartel, se me pegaron los pies al suelo cuando me alcanzó el doloroso sonido de un erhu, esa especie de violín de dos cuerdas que en Pekín tocan muchos ciegos por la calle. Es un instrumento pérfido. Supongo que poco se puede hacer con dos cuerdas, pero qué capacidad de llevarme a otros años, otra vida.

Con esto quiero decir que estoy yo para hablar. Qué autoridad moral tiene para advertir de los peligros de la nostalgia alguien que se ha visto así de abrumada en la puerta de un Alcampo madrileño, en una noche de copas cualquiera, en una ciudad que no es la mía arrastrándome a otra que lo fue. Pero ahora que ha llegado la primavera, con su reconexión con la naturaleza, sus borrascas y aguanieves, es preciso hacerlo.

Hace justo una semana, un hombre llamó a la guardia civil para contar su arrebato nostálgico. Era un retornado que se echó a los montes de Quiroga, por los que caminaba de niño, con un chorizo en el bolsillo. A media caminata se animó a asarlo porque quería imitar sus vivencias infantiles, regodearse en la nostalgia, revivir la época en la que cruzaba senderos despreocupadamente y la grasa del chorizo casero le caía por la cara. Nada sabe mejor que lo que te cocinas al aire libre y con las piernas cansadas. El fuego no se quedó en hoguera y empezó a extenderse. Intentó apagarlo con unas ramas y no funcionó. Acabó quemando 50 hectáreas. El coste de todos los efectivos que hubo que movilizar para sofocarlo ronda los 120.000 euros que deberá pagar de su bolsillo.

Sí, nadie debería prender fuegos que no sabe apagar, nadie debería ponerse en plan Jóvenes Castores por mucha infancia en los montes que haya tenido. Hay que salir con el chorizo asado de casa. Y, sin embargo, qué día trágico ese en el que te entregas tanto a la morriña que sales, haces todo como lo hacías y sale todo diferente. Todo fatal. Todo de pena. Tan mal que, cuando tienes que llamar para pedir ayuda se lo cuentas al agente cronológicamente porque no concibes hacerlo de otra forma. Cómo empiezas en tu niñez y acabas en pedirles que acudan, cómo te identificas y ni se te ocurre atribuírselo a otro, cómo sabes que la nostalgia te ha traicionado muchísimo.

Así cómo no voy a lamentar que alguien tenga que pagar un precio tan alto por rendirse a ella. Con lo barato que a mí me sale, una simple gaita pasada Pedrafita.

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