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El espionaje

Cuándo y dónde volveré a escuchar las conversaciones ajenas
 

ME HA DADO por recordar machaconamente una comida en un restaurante abarrotadísimo, hace años, en el que tomé una sopa memorable. De qué era, quién sabe, eso no importa. Había pasado tremendo frío aquella mañana y me senté a la mesa muerta de hambre y destemplada. La abuela de una amiga insistía siempre en que era de mala educación decir que se tenía hambre, había que decir apetito; que nosotras no lo sabíamos pero que el hambre era otra cosa. Su nieta se comía el bocadillo de Nocilla de tres bocados. "Es que tenía mucho apetito. Casi era hambre", le decía con migas en la barbilla. No había forma de meter nada en nuestra cocorota atolondrada.

Volviendo a la sopa pensé cuando me la sirvieron que no podía haber elegido mejor. Siempre me ha parecido una habilidad a cultivar saber elegir bien de una carta. Hay gente que la lee en diagonal y ve justo lo que me apetece a mí. Qué rabia me dan. Ese día di en el clavo y lo recuerdo con tal satisfacción que me doy cuenta de lo mucho que me gusta acertar. Madre mía, la simpleza.

El PortalónEn la mesa de al lado había dos matrimonios italianos en la sesentena recibiendo plato tras plato y estando a la altura del estereotipo; o sea, hablando con pasión de otras comidas memorables. Todas las frases empezaban con un «¿te acuerdas?» e incluían un registro del menú, de los vinos con sus añadas y de lo que dijo alguien durante el postre y lo que el otro le contestó. Se tronchaban entonces un rato y el turno pasaba al siguiente comensal que ya tenía una anécdota gastronómica preparada. Todas se salpicaban con reseñas de la comida presente en forma de "mmmmm" o "está bueno".

Yo, que estaba tan cerca que me rozaba el hombro con uno de ellos, me enteraba de todo. Bueno, casi de todo. Ya he contado aquí que hablo un italiano que es equivalente al catalán en la intimidad de Aznar. O sea, con cuatro palabras realmente italianas y la pura invención de las demás me monto unas películas que ni Visconti. De igual forma, con las cuatro que reconozco al escucharlas y la pura suposición entiendo conversaciones enrevesadas y llenas de flecos que llevan a otro fleco. Como aquella.

Me encantan las charlas ajenas. Cruzar un bar o una calle llena de gente y escuchar todos los tiempos de una frase. Diez o quince novelas pueden haber empezado cuando llegas a la barra, donde te esperan otras nuevas novelas, o relatos cortos, ensayos, poemas breves. Como oiga algo que me llame la atención siento la oreja moviéndoseme como un satélite que se reprograma y, entre lo que realmente me llega y lo que me imagino, me hago una composición de lugar de la que no me apeo. He leído mil veces que para escribir bien, y muy especialmente para escribir diálogos bien, hay que escuchar a la gente en sus conversaciones cotidianas. Yo no he sacado a esta costumbre ningún rédito editorial, es solo un divertimento cuya práctica tendré que abandonar en la Nueva Normalidad.

Es casi cómico este empeño nuestro en que algo se acabe solo porque nos hartamos de hablar de él. Será humano, pero tan infantil como cubrirse los ojos con las dos manos y convencernos de que ya nadie nos ve. Estamos acostumbrados a ciclos noticiosos cortísimos y el del coronavirus nos parece un exceso. "Ahora la gente quiere desescalada", nos decimos en el periódico como si pudiéramos solo servir a demanda.

Pero queda mucho todavía, entraremos y saldremos del confinamiento unas cuantas veces, veremos a los inmunizados ejerciendo una libertad a la que aspiramos pero que nos estará vedada, se convertirán en los elegidos, pasaremos dificultades, algunas contempladas y otras inesperadas, deberemos seguir. No nos cansemos, no miremos hacia otro lado por hartazgo y aburrimiento y cuando charlemos en la calle a dos metros de otro, levantemos la voz. Cuando pase por allí, recordando por enésima vez la sopa, la comida, los bares llenos, el bullicio y con mi satélite operativo os agradeceré de corazón que me facilitéis el espionaje.
 

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