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El lado de los malos

No tenemos prueba alguna de que vayamos a caer en el equipo correcto y, sin embargo, a veces lo sabemos con certeza

ME TENGO que sujetar la cabeza para no creer que yo estaría siempre del lado de los buenos. Quiero decir que me la sujeto metafóricamente, que me reconduzco el pensamiento cada vez que me tiende a eso, especialmente cuando sé cómo empezaron las cosas y lo brumoso que era todo, cómo los inicios no parecían tan mala idea. Quién sabe si no hubiera sido yo una nazi de tomo y lomo, si Hitler no me hubiera parecido un hombre inspirado al que asentir desde la distancia, leyendo las noticias. Desde hace años hago eso, pero al revés, le protesto al telediario, hablando en alto en el vacío del salón, le digo a sus protagonistas que no me puedo creer que me estén contando tal cosa, los mando a paseo y los insulto a lo grande. Con el periódico hago lo mismo. Soy incapaz ya de recibir noticias en silencio.

María Piñeiro - El lado de los malosSí sé que a ver desfiles y a alzar el brazo no hubiera ido pero me admito ahora la posibilidad de que quizás hubiera concordado con tantos en el protonazismo y más allá, hubiera pasado por alto las primeras señales de horror y me hubiera helado la sangre comprobar después el espanto que alenté, aunque fuera de pensamiento y no de acción. Eso no me consolaría. Estoy arrepentida solo de considerar ahora esa posibilidad más de medio siglo después.

Pero es que somos terribles las personas, tan fallidas y al mismo tiempo tan presuntuosas como para no ver nuestra cerrazón, nuestra espesura, el empanamiento mental que tenemos y la capacidad de contagio de los otros, el pacto social que nos hace dar por buenos, o tolerar paraditos, los mayores espantos.

Y sin embargo, sin temor alguno a que esto solo sea una muestra de superioridad moral, tengo claro que yo a Gabriel Matzneff no le hubiera dorado la píldora como, por lo visto, hizo media Francia durante tantísimos años porque escribía bien. Llego tarde a despreciarlo solo porque no lo conocía, porque tengo un hueco lector evidente, propiciado por los idiomas que hablo y sobre todo por ser hija de mi tiempo y, por tanto, un poco obsesionada de más con lo anglosajón.

Matzneff es, se ve, un escritor brillante y un pedófilo reconocido, que ha comentado ampliamente, y escrito, sobre cómo se acuesta con chicas preadolescentes en Francia y con niños pequeños en Filipinas.

Durante décadas ha contado con el apoyo de gran parte de la intelectualidad francesa. Escribía en los mejores periódicos, publicaba en ese Olimpo color crema que es la editorial Gallimard y recibía ayudas anuales. Dobladito en la cartera, como quien guarda la foto descolorida de un amante, llevaba un artículo de Mitterrand lleno de alabanzas. Creía que podía ser su salvoconducto si alguna vez se metía en líos y lo fue. Una noche, después de recibir varias denuncias anónimas señalándolo como pederasta (por lo visto hace falta que lo diga alguien más no bastaba con que lo reconociera él mismo) la Policía se presentó en su casa, él sacó la paginita aquella y no hubo más que hablar.

Los que lo apoyaban ahora reculan. O no dicen nada o los que dicen matizan sus palabras en lo que siempre es un ejercicio absurdo de autocorrección retrospectiva. De entre todo lo que no vale nada, decir que escribía muy bien es lo que menos vale. Qué tiene que ver. Se puede escribir muy bien siendo la persona más deleznable. Se puede escribir muy bien desde la cárcel.

En él, sin embargo, observo destellos de coherencia. No me casa con la imagen del que guarda el papelito en la cartera y mueve todos los hilos del mundo para lograr el Reunadot cuando ya no vende nada esgrimiendo su cáncer de próstata. Se oculta y lo localiza un periodista del New York Times en una zona de Italia que aparece con frecuencia en sus libros, en la cafetería que ha mencionado en entrevistas como su favorita. Me encanta que, para conseguir esa exclusiva, el periodista solo haya tenido que documentarse, que hacer su trabajo, leer a un escritor y percatarse de que es un animal de costumbres.

Matzneff dice que no se arrepiente de lo dicho ni de lo escrito, que no sabe si va a volver a Francia, que lo está pasando mal, que no puede escribir. Yo no me explico cómo puede seguir ahí, contemplando un lago, yendo a su bar favorito, manteniéndose en sus trece, representando toda esa parafernalia del sufrimiento, del dolor, de la injusticia. Como si el que la está sufriendo fuese él.

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