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El pasado

HAY QUE hacer algo", dijo, muy serio, con el ceño tan contraído que su cara parecía el lomo de un libro cerrándose, plegándose entero de la nariz a la barbilla. Estaba claro que quería "hacer algo" y no concebía que no nos hubiésemos lanzado ya todos a hacer ese "algo". Costaba distinguir si aquello era una llamada a la acción o un reproche a la pasividad.

Llegados a este punto se precisa una puntualización para explicar una de las sutilezas del periodismo local. Si eres periodista local y tu familia, amigos o cualquiera que sepa de tu condición dice que "hay que hacer algo" está hablando de que lo hagas tú. No solo tú, pero tú más. En ese caso el "algo" que había que hacer era frenar la degeneración de nuestro modo de vida.

Pocas conversaciones pueden estirarse tanto como la de dónde dan qué con qué

Recuerdo aquello precisamente en este fin de semana de cascos pulidos, hombres en falda, trisqueles estampados en toda clase de superficies y rizos descendiendo en cascada porque ocurrió en un Arde Lucus y, muy especialmente, porque fue un lamento con el que cualquier lucense empatiza: a mi amigo le pusieron una caña y no le ofrecieron tapa. El Armagedón.

Lo he contado mil veces, quizás porque sigo pellizcándome. Hace décadas Informe Semanal dedicó un programa a los monumentos españoles que podrían llegar a ser en el futuro Patrimonio de la Humanidad y un equipo entrevistó en Lugo a un hombre que defendió muy serio la conveniencia de tirar la Muralla abajo y hacer, al fin, la Ronda que la ciudad se merecía, con carriles en ambos sentidos. El pasado romano le parecía un contratiempo. Como a tantos, durante tanto. Las cosas han ido cambiando. Los constructores aún ponen los ojos en blanco si hay que excavar intramuros y asumen que deben olvidarse durante años de sus solares. La dolorosa estampa de ver a hombres meando contra un monumento Patrimonio de la Humanidad llega cada cierto tiempo como un recuerdo de otra era. Los turistas bracean regularmente, desesperados porque han preguntado a cinco personas y nadie ha sabido decirles dónde demonios queda la Casa de los Mosaicos.

Pero los niños hacen manualidades de castros con cartulina, dibujos de las casas romanas, han visto una biga fuera de las películas y saben que si el Miño no pasara por donde pasa nada de esto habría ocurrido. Se ven menos túnicas griegas o tocados medievales estos días, menos esquizofrenia estilística. Incluso los más hartos del gentío, entienden que tiene sentido celebrar un pasado y disfrutar después de las fantásticas imágenes que deja la ciudad que se vuelca, cómo todo parece de antes hasta que un detalle te recuerda el presente. Del Arde Lucus me entusiasma todo lo que huele a error de racord en el cine: el reloj bajo la toga, el castrexo lleno de pieles consultando el whatsapp, un conjunto de romano con zapatillas con cámara de aire.

Es verdad que el pasado romano nos une, pero no es lo único. Ni lo que más. La verdadera movilización del homus lucensis se produce por un pequeño detalle que nadie perdona, el núcleo de nuestra célula, el cordoncillo umbilical invisible que nos une a unos y a otros; romanos, castrexos y renegados de la fiesta, derechas e izquierdas, autóctonos o trasplantados: la incuestionable presencia de la tapa. He leído eternos hilos de discusión en el Facebook sobre una peatonalización, la huelga de un servicio público o una nueva tasa municipal, pero nada le hace sombra al horror de contemplar que en una web de tercera alguien se ha olvidado de incluir a Lugo en la lista de las mejores ciudades españolas para ir de tapas. O al de que, durante una fiesta como la de ahora, en tu bar de siempre dejen de poner las habituales. Pocas conversaciones pueden estirarse tanto como la de dónde dan qué con qué, la ubicación exacta de la mejor tortilla o la magia de desayunar café con tapa de caldo. O callos. O cocido. Repito, desayuno.

Así somos. Seremos romanos o castrexos, no digo yo que no. Seremos gallegos de interior, en una provincia con el mar más hermoso. Seremos resistentes al cambio y tendremos que quejarnos dos mil veces de la reducción de velocidad de una calle antes de verle las mil ventajas, eso también. Pero lo que somos, por encima de todas las cosas, es gente que tiene la certeza de poder ir a un bar, pagar cinco cañas y recibirlas con cinco huevos fritos. Y eso, no se puede negar, te da una confianza en la vida difícil de obtener de otro modo.

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