Blog | El portalón

El teatro

Este artículo va acompañado de mi foto muy a mi pesar

HICE MIS primeras prácticas en la radio. No todos, pero casi todos los días, aparecían una o dos chicas en la primerísima adolescencia —que es la etapa crédula, la ilusa, aún no resabiada como la segunda, cuando se dedican los días a hacer como que estás de vuelta de todo, qué trabajo— preguntando por un compañero que presentaba un programa musical con su voz de dioses. No voy a contar que era aterciopelada porque es un tejido que me da un poco de dentera. Era una voz llena de promesas. Tú escuchabas a ese hombre y ya está, ahí mismo, te enamorabas. Era una voz de tío bueno definitivo, el que está por encima de gustos y veleidades, el que concilia unanimidad. Venía pegada a un señor de cincuenta y muchos, bajito, flaco, con jersey de pico y cocorota que clareaba. Lo encuentro justo. La naturaleza tiene sus mecanismos compensatorios.

MXVeía a las chicas cruzar el pasillo en una dirección con su sonrisa de ortodoncia y peinados equivocados, puro nervio, y cinco minutos después, en la contraria, con la más rotunda estupefacción en sus caras acneicas. No había decepción (no todavía, aunque ya despuntaba), sino incomprensión, una absoluta disonancia cognitiva. Me hubiera gustado parar ese desfile de jóvenes camino de la desilusión, una de tantas, pero es que la vida son esos aprendizajes.

Después, cuando empecé a trabajar, me sentaba cada mes en una sala de plenos con el suelo más indiscreto que haya pisado. Si descruzabas una pierna y cruzabas la otra, crujía. Si te inclinabas hacia adelante crujía.

Si girabas para coger el bolso, crujía. Para que no crujiera tenías que quedarte estática en una quietud de espía para la que la naturaleza no me ha dotado. Yo tengo una propensión al baile de San Vito en todas aquellas situaciones en las que debo estar parada. Igual que toso y carraspeo con entrega si hay que guardar silencio. O sea, me comporto como todo el mundo.

Por ese suelo, y también porque eran plenos poco concurridos, la corporación sabía si llegaba, si me iba y si me aburría. Era un trámite eterno, lleno de debates y réplicas airadas por cosas nimias que todos parecían tomarse muy en serio. Yo desesperaba. El suelo crujía. Un día hablo con la secretaria municipal, mujer encantadora, y me dice que no le acaba de gustar que yo vaya a los plenos, que cuando voy duran demasiado. Si me ausentaba los concejales despachaban a toda velocidad. En cuanto cruzaba la puerta se volvían Fidel Castro. Si hacía crujir mucho el suelo, señal de inquietud, se insultaban un poco para recuperar mi atención.

Con esto quiero decir que este artículo se publica acompañado de mi foto muy a mi pesar. Ahora (quien dice ahora dice desde hace diez años) los medios no solo ponen la imagen de sus periodistas, algunos incluso un breve currículum, racaneando a los que trabajamos en ella una de las ventajas de la prensa escrita sobre la tele o las radios (que siempre tienen que ir a los sitios portando indiscretos aparatos): la posibilidad de ser una mosca en la pared.

Es una cosa rarísima la necesidad de resultar familiar a tus fuentes y desconocida a los demás, pero a esa complicación aspiro. No me voy a hacer ahora la conocida, la identificable, pero es que lo mejor sería no serlo en absoluto. Llegar a un sitio y que le vida se desarrollase como si no estuvieras ahí, con cero representación, con cero modificación de comportamiento a causa de tu asistencia. Pienso a menudo qué realidad es la que vemos cuando nuestra presencia la convierte en teatro, suspende la ensoñación que había creado el señor calvo de la radio o propicia un pleno imaginario alentado por los crujidos. Pienso también en el eterno debate sobre si ‘A sangre fría’ es una obra de no ficción, el libro que Capote, ese hombre minúsculo, con voz de pito y tremenda pluma, investigó durante meses en un pueblo de Kansas, con todos los vecinos interpretando para él. Ficción, sin duda.

Comentarios