Blog | El portalón

Escribir a máquina

Manda ahora la última generación que ha tenido que aprender a mecanografiar

UNO DE LOS veranos del instituto comencé las vacaciones haciendo que iba a clases de mecanografía. Madrugaba cada mañana, en una época en la que aún era capaz de dormir más allá de las nueve, cuando el sueño era un buceo en aguas profundas del que había que salir con una descompresión muy lenta, y caminaba hacia la academia. Manu me esperaba en la puerta para saltarnos la clase y desayunar.

Al final del curso hice un examen como llevo escribiendo toda la vida: con tres dedos. Con tres dedos, pero con soltura, ágil, casi como si fueran los únicos que tuviera en las manos. Es decir, con tres dedos pero como si los usara todos, al tope de sus capacidades. Es un don, señores. No se puede explicar. Escribir con tres dedos produce la ficción de que sé mecanografiar si lo que se hace es observarme. Si, sin embargo, lo que se hace es escucharme, caigo con todo el equipo. Tres dedos suenan distintos a diez dedos, parece mentira que tenga que decirlo. En aquella aula, en un entresuelo sofocante, con las persianas bajadas para que no entrara el calor, una secta de tecleadores hacía con las yemas una música infernal pero coordinada. Se distinguían perfectamente las notas discordantes que producíamos Manu y yo.

Pienso en esa clase cuando leo las noticias, ahora que manda la gente de mi generación. Pedro Sánchez lo es, Pablo Iglesias, también; Pablo Casado, ay Dios, Ada Colau por supuesto, Macron evidentemente. Y Trudeau y Kim Jong-un, quién se olvida. Somos todos de la última generación que fue a clases de mecanografía, asumámoslo.

Creo que es un recuerdo dirigido, una elección. De todas las cosas que podría recordar sobre la gente de la generación X me quedo con esa porque siento que nos humaniza, nos baja a todos al ruedo. Los triunfadores y los supervivientes, todos hemos tenido que aprender a mecanografiar, actividad que parece ya la mayor pérdida de tiempo del mundo porque el ser humano nace ahora sabiendo hacerlo. Por eso, me detengo en mitad de la calle para contestar un whatsapp con un dedo, haciendo embudo en las aceras estrechas por mi incapacidad congénita para escribir y caminar a la vez y me adelantan adolescentes y veinteañeros, que echan la vista atrás y sonríen con una única comisura, con el justo toquecito de desprecio que una raza superior lanza a la chusma, a los involucionados.

Pero, aun así, con esas carencias tecleadoras y todo, mandamos nosotros. Bueno, nosotros no, ellos, pero que forman parte de nuestro nosotros. Hay dos momentos clave para una generación: el de contraposición con la anterior, que ocurre en la juventud, y el de consolidación, que llega en la madurez. Se supone que la mía, la nuestra, está en el segundo. Nos miro con benevolencia, a veces con ternura y hasta con pena, también con hartazgo y desesperación por la tontería colectiva. Qué lío tenemos en la cabeza.

En nuestra juventud, los anteriores decían de nosotros que éramos individualistas, apáticos, poco dados al esfuerzo y al sacrificio. Es cierto que estaba de moda que no te importasen las cosas, rechazar abiertamente lo práctico. Querer triunfar, ser conocido por lo que hacías, aspirar al reconocimiento externo, era una paletada. Había que ser un brillante desconocido, si acaso que alguien te descubriera porque el talento se te rebosaba y se acababa desparramando y salpicando a otros. Triunfabas porque no lo podías evitar.

Ahora la vida entera es promoción; por lo visto, la vida es compartir, mostrar, hacerse (terror) una marca personal. A un joven le cuentas hasta qué punto se empezaba a odiar a un grupo, a alquien que escribiera o hiciera películas en cuanto su obra se hacía mínimamente conocida y, primero, lo sumes en la estupefacción. Segundo, ¿oyes eso? Son sus carcajadas. Escribir y no querer que nadie te lea, o que te lea poca gente, o que te lea gente escogida. Ocultar lo que escribes, ponerlo difícil, encontrar grandeza en los papeles carcomidos que se encuentran en los desvanes décadas después de que el autor haya muerto. Jajajajajaja y otras carcajadas más largas expulsan todos los que están hechos de células novísimas, cuyas espirales de ADN traen impreso saber mecanografiar.

La justicia  poética, si es que alguna vez lo hizo, ya no existe

La justicia poética, si es que alguna vez lo hizo, ya no existe. Las cosas que te convienen ya no encuentran su camino hacia ti, alguien se trabaja ese camino, lo abre, lo desbroza y te pastorea por él. Siento que el temblor del descubrimiento ha desaparecido, pero también me siento injusta por quejarme. ¿No es hermoso que tantos me descubran tantas cosas? ¿No tengo tanto que agradecerles a sus exposiciones controladas, escogidas y producidas que tantas alegrías me dan? No me aclaro.

Abro el whatsapp y mando la pregunta de la justicia poética a una amiga. Escribo el mensaje, por supuesto, con un solo dedo, detenida en mitad de la calle. Como haría Pedro Sánchez, como haría Macron. Como haría Kim Jong-un en una avenida desierta de Pyongyang, donde nadie le adelanta nunca.